El manto blanco que antaño parecía eterno ha vuelto a menguar, dejando al descubierto las huellas cada vez más visibles del cambio climático. El 22 de marzo de 2025, una fecha insólitamente tardía en el calendario estacional, marcó el punto máximo de extensión del hielo marino en el Ártico durante el invierno.
Sin embargo, lejos de ofrecer señales de recuperación, esta máxima ha sido la más baja registrada desde que comenzaron las observaciones satelitales en 1979. Así lo anunció el National Snow and Ice Data Center (NSIDC), cuyas imágenes revelan un panorama en el que las concentraciones de hielo apenas alcanzan el umbral mínimo del 15 % en sus márgenes más distantes.
A pesar de haber llegado diez días más tarde que el promedio registrado entre 1981 y 2010, la extensión máxima del hielo marino del invierno 2025 no solo ha sido modesta, sino que también ha confirmado una inquietante tendencia: las diez menores extensiones de hielo invernal en los registros satelitales han ocurrido desde 2007. La señal es inequívoca, y su lectura exige urgencia.
Una mirada detenida al gráfico comparativo del NSIDC permite entender el alcance de este fenómeno. Cada línea representa la extensión diaria del hielo desde 1979. Las más oscuras —correspondientes a los años recientes— se agrupan ominosamente en la base del gráfico. En 2025, la línea se tiñe de un rosa brillante que simboliza tanto su visibilidad como su gravedad: es la más baja de todas. La línea de 2017, la anterior portadora del récord negativo, apenas supera la actual.
NOAA Climate.gov
Esta constante contracción del casquete polar no es solo una imagen dramática, sino una realidad respaldada por datos científicos. Mientras que la pérdida en verano (septiembre) avanza a un ritmo de 12,1 ± 1,8 % por década, el retroceso durante el invierno (marzo) es menor, aunque no despreciable: 2,5 ± 0,4 % por década desde 1979.
La razón es clara: aunque el Ártico sigue siendo extremadamente frío en invierno, el calor añadido por el cambio climático basta para afectar la formación de hielo. En verano, en cambio, las temperaturas son más sensibles, y un leve aumento basta para desencadenar un derretimiento masivo.
Además, los registros indican que la superficie de hielo marino en el Ártico ha disminuido a una velocidad promedio del 13 % por década desde finales del siglo XX, si se toma en cuenta solo el final del verano. Una reducción que dobla la prevista en muchos modelos climáticos anteriores.
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Un problema ecológico
Otro aspecto crítico que destaca la comunidad científica es el llamado “efecto albedo”: con menos hielo que refleje la radiación solar, el océano oscuro absorbe más calor, acelerando el derretimiento en un bucle que se retroalimenta.
Sumado a ello, se estima que el hielo multianual —es decir, aquel que sobrevive más de una temporada— ha disminuido más del 90 % desde 1985. Este tipo de hielo, más grueso y resistente, ha sido reemplazado por hielo estacional mucho más vulnerable a las olas de calor y al oleaje. La fragilidad del paisaje helado no solo compromete el equilibrio ecológico, sino que también incide en patrones climáticos globales, alterando las corrientes oceánicas y los sistemas atmosféricos.
Desde el punto de vista ecológico, algunos organismos como las ballenas boreales podrían beneficiarse de un entorno más abierto para emerger a respirar, y el aumento de la luz solar disponible puede fomentar floraciones de fitoplancton. Pero el equilibrio es precario. Las comunidades locales enfrentan viajes más peligrosos sobre un hielo inconsistente, y los osos polares, cuya caza depende del hielo marino, ven restringido su hábitat de manera alarmante.
El Ártico se nos escapa de las manos como hielo derretido entre los dedos. Cada dato, cada imagen satelital, cada centímetro cuadrado de hielo perdido, es una página escrita en el relato acuciante del cambio climático. Pero no todo está perdido. El conocimiento, como este que nos brindan centros de investigación como el NSIDC, puede ser también un faro para actuar en la dirección correcta.