Si el plástico hubiese existido cuando los Peregrinos zarparon del puerto de Plymouth rumbo al Nuevo Mundo –y si el Mayflower se hubiese avituallado con agua embotellada y comida envasada–, sus residuos plásticos seguramente seguirían dando vueltas por ahí, cuatro siglos después.
Si aquellos ingleses hubiesen tirado las botellas y los envoltorios por la borda, como tanta gente hace hoy en día, las olas del Atlántico y la luz del sol habrían convertido todo ese plástico en trocitos diminutos que podrían seguir flotando en los océanos del planeta, absorbiendo toxinas que se sumarían a las que ya contendrían de por sí, esperando a que se los comiese algún pobre pez u ostra, y en última instancia, quizás alguno de nosotros.
Menos mal que los Peregrinos no conocían el plástico, pensé hace poco mientras recorría en tren la costa sur de Inglaterra camino de Plymouth, donde me disponía a conocer a un hombre que me ayudaría a entender el desastre que hemos causado con él, sobre todo en el mar.
Gracias a que el plástico no se inventó hasta finales del siglo XIX, y hasta mediados del XX no empezó a producirse a gran escala, solamente tenemos que lidiar con 8.300 millones de toneladas de este material. De ellas, más de 6.300 millones se han convertido en residuos. Y de esos residuos, 5.700 millones de toneladas no han pasado nunca por un contenedor de reciclaje, una cifra que dejó atónitos a los científicos que la calcularon en 2017.
Nadie sabe cuánto plástico sin reciclar termina en el mar, el depósito final de la basura del planeta. En 2015 Jenna Jambeck, profesora de ingeniería de la Universidad de Georgia, dejó a todo el mundo boquiabierto con su cálculo: entre 4,8 y 12,7 millones de toneladas al año solo contando el procedente de las regiones costeras. La mayor parte de los residuos plásticos que llegan al océano no los vierten los barcos, afirman Jambeck y sus colegas, sino que se tiran sin más al suelo o a los ríos, sobre todo en Asia. El viento o la escorrentía los arrastran luego al mar.
8 millones de toneladas de plástico
Imagine 15 bolsas de la compra llenas de plásticos, dice Jambeck, apiladas en cada metro de costa del planeta: sumarían unos ocho millones de toneladas, su estimación media de lo que tiramos al océano cada año. No está claro cuánto tiempo tardará ese plástico en biodegradarse por completo hasta el nivel molecular. Se calcula que entre 450 años y nunca.
No está claro cuánto tiempo tardará ese plástico en biodegradarse por completo hasta el nivel molecular. Se calcula que entre 450 años y nunca.
Entre tanto, se cree que el plástico que invade los océanos mata millones de animales marinos al año. Hay constancia de que afecta a cerca de 700 especies, algunas en peligro de extinción. En algunos casos los daños son visibles: animales estrangulados por redes de pesca abandonadas o por los aros que unen los packs de las latas de bebida. En otros muchos casos los daños son invisibles.
Especies marinas de todos los tamaños, desde el zooplancton hasta las ballenas, están ingiriendo microplásticos, que es como se conoce a los fragmentos de menos de cinco milímetros. En la isla de Hawai, caminando por una playa que en teoría debería ser prístina –no hay carreteras que conduzcan a ella–, me hundí hasta los tobillos en microplásticos. Ahí comprendí por qué hay gente que ve en el plástico de los océanos una catástrofe en ciernes, de la misma magnitud que el cambio climático. En una cumbre internacional celebrada en Nairobi el pasado mes de diciembre, el director ejecutivo del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente habló de "Armagedón oceánico".
Pero hay una diferencia crucial: no hay negacionistas respecto a la basura que flota en nuestros océanos, al menos por ahora. Y, para hacer algo al respecto, no tenemos que reformar de arriba abajo el sistema energético del planeta entero.
"No estamos hablando de un problema cuya solución desconozcamos –dice desde Vermont Ted Siegler, experto en economía de los recursos que lleva más de 25 años trabajando en el ámbito de los residuos con países en vías de desarrollo–. Sabemos cómo recoger la basura. No tiene ninguna ciencia. Sabemos cómo desecharla. Sabemos cómo reciclarla». Es cuestión de crear las instituciones e implementar los sistemas necesarios, afirma.
Voluntad política contra los residuos plásticos
Un día gris de otoño, Richard Thompson me esperaba enfundado en un impermeable amarillo en la entrada de la Estación Marina que la Universidad de Plymouth opera en Coxside, al lado del célebre puerto de esta ciudad del sudoeste de Inglaterra.
Hombre enjuto de 54 años, en 1993 Thompson parecía destinado a desarrollar una carrera convencional como ecólogo marino cuando participó en su primera limpieza de playas, en la isla de Man. Mientras otros voluntarios se concentraban en recoger redes y botellas y bolsas de plástico, él se fijaba en los residuos más pequeños, las partículas ínfimas que se acumulaban en la línea de pleamar. Al principio ni siquiera estaba seguro de que se tratase de plásticos. Tuvo que consultar con químicos forenses para confirmarlo.
En aquel entonces existía un verdadero misterio por resolver, al menos en los círculos académicos: los científicos se preguntaban por qué no estaban encontrando aún más plástico en el mar. La producción mundial ha registrado un aumento exponencial –de 2,1 millones de toneladas en 1950 pasó a 147 millones en 1993 y a 407 millones en 2015–, pero la cantidad de plástico que flotaba en el mar y recalaba en las playas, por alarmante que fuese, no parecía aumentar al mismo ritmo. "Y eso nos lleva a preguntarnos: ¿dónde se ha metido">