Pocas veces en la historia han ocurrido sucesos tan sorprendentes como este: Albert Einstein, el físico que dio a luz la Teoría de la Relatividad, recibiendo una carta en la que se le ofrecía la presidencia de un país. Y no de cualquiera: se trataba de Israel, un Estado recién creado en aquel momento que buscaba forjar su identidad.
Corría el año 1952, y el mundo todavía vivía las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Habían pasado solamente cuatro años desde el nacimiento de Israel, y este acaba de quedarse sin presidente. Y, entonces, se planteó la idea: “¿Y si se le ofrece el cargo a Albert Einstein?”. Esta es la historia de cómo uno de los científicos más brillantes de todos los tiempos estuvo a punto de ser jefe de Estado.
UN PAÍS RECIÉN NACIDO
Israel fue proclamado como Estado independiente en mayo de 1948, tras una larga historia de migraciones y conflictos. Su primer presidente, Chaim Weizmann, era un químico de renombre y también un líder político clave del movimiento sionista. Sin embargo, su muerte, en noviembre de 1952, dejó un vacío que era necesario llenar de inmediato.
Aunque el cargo de presidente en Israel es mayormente ceremonial, pues el poder ejecutivo recae sobre el primer ministro, en aquel momento se comenzó a buscar una alternativa con unas características concretas: el sucesor de Weizmann debía ser alguien con autoridad moral, prestigio internacional y que presentara una profunda conexión los ideales fundacionales del Estado judío. Y, en ese contexto, pronto un nombre salió a la luz como una propuesta muy fuerte: el de Albert Einstein.
El físico alemán era, en aquel entonces, una figura irada en todo el mundo. No solo por haber formulado la Teoría de la Relatividad o haber dado explicación al efecto fotoeléctrico, sino también por su actitud ética, su firme defensa de los derechos humanos y su firme oposición al nazismo. Había sido un activista activo por causas pacifistas y por la justicia racial en Estados Unidos. Aunque vivía desde hacía años en Princeton, Nueva Jersey, y nunca había puesto un pie en Israel, su nombre tenía un peso inmenso.
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Albert Einstein, con su esposa Elsa Einstein y dirigentes sionistas, entre ellos el futuro Presidente de Israel Chaim Weizmann, su esposa la Dra. Vera Weizmann, Menahem Ussishkin y Ben-Zion Mossinson a su llegada a Nueva York en 1921.
UNA CARTA DESDE JERUSALÉN
El 17 de noviembre de 1952, pocos días después del fallecimiento de Weizmann, el embajador de Israel en Estado Unidos, Abba Eban, se presentó en casa de Einstein con una carta muy especial. Se trataba de un documento firmado por David Ben-Gurión, el primer ministro israelí en aquel momento, quien expresaba el deseo del gobierno de ofrecerle la presidencia del país.
Y no fue un gesto simbólico, ni mucho menos: se trataba de una propuesta real y meditada, consultada entre los grandes cargos. La carta pelaba a que Einstein representaba una “gran figura moral y científica para el pueblo judío y para el mundo entero”. El gobierno pensaba que el físico alemán podría, incluso sin experiencia, ser el representante ideal para su nación.
Y la historia dice que Einstein se quedó enormemente sorprendido. Con casi 74 años, llevaba una vida tranquila, dedicada a la investigación y la divulgación y, aunque siempre había seguido de cerca los acontecimientos políticos, nunca había tenido una participación directa en ese aspecto.
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Un artículo aparecido en el Corpus Christi Caller-Times de Texas el miércoles 19 de noviembre de 1952
LA REPUESTA DE UN HOMBRE QUE LO TENÍA CLARO
Así, Einstein decidió rechazar la oferta. Lo hizo con una carta breve, pero profunda, que envió el 18 de noviembre de 1952. En ella decía:
“Estoy profundamente conmovido por la oferta del Estado de Israel, pero también entristecido y al mismo tiempo incapaz de aceptarla. Toda mi vida me he ocupado de cuestiones objetivas. Me falta tanto la aptitud natural como la experiencia necesaria para tratar con seres humanos y asumir funciones oficiales. Por estas razones no me siento capacitado para aceptar este cargo”.
Con esta respuesta, Einstein mostró su coherencia: nunca se dejó seducir por el poder si no se sentía realmente motivado para ello: sabía muy bien cuáles eran sus fortalezas… Pero también conocía sus límites.