Los enormes ojos de color amarillo de una mantis religiosa nos saludan en una de las primeras páginas del número de marzo. Es la sección ‘tu foto’, donde se publican imágenes realizadas por seguidores de nuestra comunidad en Instagram.
Cuenta su autor, José Alza, de l’Ametlla de Mar, Tarragona, que se sorprendió al tener tan cerca un ejemplar de este dorado color, aprovechó la oportunidad y disparó a la mantis, un insecto que en tierras catalanas puede llamarse pregadéus (rezadioses) pero que acumula nombres como santateresa, tatadiós, tocacampanas, cantamisas y otros diversos motes dependiendo de la lengua que suene en los territorios donde habita.
Tales denominaciones tienen algo en común: suelen hacer referencia a ese gesto clásico en el que la mantis se presenta al mundo, con sus patitas plegadas, mirando al cielo, orando a quién sabe qué dios. ¿Y qué característica la convierte en un ser todavía más místico y cercano a aquellos que en espíritu están en todas partes? Pues tal vez es la capacidad para girar la cabeza más de 180 grados, como si no quisiera perderse nada, ni en estas latitudes ni en el más allá.
Sin embargo, puestos a irar, lo que más fascina de la mantis religiosa no es su faceta espiritual sino la más carnal: su apareamiento. Comienza siempre el macho el ritual de cortejo ya efectuándolo con muchísima cautela. Puede identificar a la hembra por sus feromonas o reconocer visualmente su forma pero a la hora de dar el primer paso, o el primer saltito, lo hará siempre muy lentamente.
La mantis hembra es una depredadora agresiva -no se anda con chiquitas, véase aquí cómo se zampa colibríes sin inmutarse- y él tiene que asegurarse que no será brutalmente atacado antes de comenzar, así que cuando la tiene cerca, opta por un gesto noble: levanta las patitas delanteras mostrando sumisión y toca con sus antenas las de su posible pareja en un guiño de confianza.
Si a pesar de todo, no las tiene todas y sigue convencido de que puede ser atacado, le ofrece una pequeña presa: así, ella se distrae. Y llega el duro final, cuando el hasta ahora tan galán y astuto macho se arriesga a perder la cabeza, y no metafóricamente.
En una cópula que puede durar unos minutos o varias horas, el macho insemina a la hembra, pero después, en lugar de abrazarla o mirarla con cariño en lo que sería un clásico postcoital, huye para no ser presa del canibalismo sexual que empieza justamente con un bocado mortal a su rotativa cabecita.
Existen varias teorías sobre los porqués de esta brutal costumbre: la más aceptada es que el macho exhausto se convierte en un rico manjar con un gran valor nutritivo para la producción de los huevos y es de sobras conocido que, para ella, mantener la prole es lo primero. Dependiendo de la especie de mantis, el infeliz final caníbal es frecuente: nada menos que entre el 13 y el 28 por ciento de las cópulas acaban fatal.
¡Hasta la semana que viene!
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