Último país occidental en abolir el esclavismo después de tres siglos y medio de vigencia, Brasil presenta, 130 años después, una sociedad moldeada por la distancia entre personas de diferentes orígenes, separadas por las desigualdades económicas y de oportunidades sociales.
Para los historiadores que estudian África y sus diásporas, la lógica del problema es simple. «Brasil fue construido por el ingenio y el trabajo de seres humanos arrancados de sus tierras y convertidos en esclavos», dice Erisvaldo Santos, del Departamento de Educación de la Universidad Federal de Ouro Preto, en el estado de Minas Gerais. «Hasta la llegada de la familia real [portuguesa, tras la ocupación napoleónica de Portugal] en 1808, los partos, el cuidado de la salud y el mantenimiento del orden público, por ejemplo, dependían efectivamente de los africanos y sus descendientes».
Incluso después de la abolición, argumenta Santos, la eugenesia y la higiene racial siguieron cimentando el proyecto nacional del Brasil de la época. Si bien el etnocentrismo y el racismo ya estaban presentes en los orígenes del sistema colonial desde el siglo XVI, en el XIX «pasaron a ser prácticas efectivas de jerarquización social».
Además, «como forma de sofocar conflictos raciales y evitar que los negros optasen a posiciones de prestigio en la sociedad, a partir de la década de 1930 se desarrolló el mito de la “democracia racial” [una modalidad de racismo camuflado en el seno del sistema liberal democrático]».