«De esta mañana», afirma, con la convicción del rastreador veterano que percibe cualquier señal de movimiento humano en estas fronteras sin ley. Con los prismáticos escudriña las colinas ondulantes de sabana incinerada que se pierden en una sierra arbolada. Aquí, en una de las fronteras más disputadas de Brasil, donde la desnuda vegetación baja empuja el bosque virgen y las haciendas de los colonos violan las lindes del territorio indio, la presencia de unas rodadas de neumáticos entraña un significado tan singular como ominoso.
«Leñadores», dice Tainaky. El enemigo. Tainaky, que también responde al nombre portugués de Laércio Souza Silva Guajajara, se gira hacia sus compañeros, otros cuatro hombres de la tribu indígena Guajajara que también se bajan de unas motos maltratadas. Forman un grupo variopinto: vaqueros remendados y prendas de camuflaje, gafas de aviador, bandanas para protegerse el rostro del polvo.
Nos enseñó el edificio de cinco habitaciones que albergaba sus dependencias y un dispensario improvisado en el que trabajaba una pareja de sanitarios públicos. Un reguero de pacientes awá –chicas jóvenes amamantando a sus bebés, hombres con camiseta ancha y chancletas– entraba y salía por la puerta abierta de la parte trasera.
Pese a las incursiones de los forasteros, dijo Viana, Juriti seguía siendo en muchos sentidos la más protegida de las cuatro comunidades de awá asentados. De sus 89 residentes, la generación más mayor –hombres y mujeres de entre cincuenta y sesenta y tantos años– había sido conducida hasta aquí en el marco de una serie de expediciones de o de la FUNAI en los años ochenta y noventa. Han pasado gran parte de su vida en la selva, y sobre todo los hombres siguen teniendo una marcada querencia por ella. «Pasan en el puesto un par de días y vuelven a marcharse», explicó Viana.
Los hombres regresan de sus salidas con corzuelas, pecaríes y tapires. En el porche, ante un reducido público, un anciano llamado Takya interpretó una pasmosa imitación de los gruñidos graves y guturales de un mono aullador. Los awá emplean reclamos como ese para atraer la caza; es parte del inmenso tesoro de conocimiento que ha garantizado su supervivencia durante siglos.
Donde ese patrimonio inmaterial corre más peligro quizá sea en la reserva Arariboia. La denodada labor de Tainaky Tenetehar y los Guardianes de la Selva no ha logrado poner coto a la lacra maderera, ni tan siquiera con el apoyo de la policía medioambiental.
A finales de 2017, en plena ola descontrolada de incendios forestales, algunos de ellos provocados por los leñadores como maniobra de distracción, el Departamento de Indios Aislados y Recién ados de la FUNAI levantó apresuradamente un puesto de control en las planicies orientales de la reserva. Se habían registrado avistamientos de nómadas awá aislados cerca de una carretera principal y se temía que pronto no habría más remedio que forzar el o –como último recurso– para salvarlos.
«La idea de no ar sigue en pie», afirmó Bruno de Lima e Silva, coordinador del departamento para la zona de Maranhão, deseando desmentir el rumor de que la apertura del puesto delataba un cambio en la política de la FUNAI. Explicó que era parte de un plan de contingencia. Los awá no dan muestras de estar dispuestos a dejar de vivir en la naturaleza, dijo Lima. Al menos por ahora parecen estar sanos, y tienen hijos, un claro indicador de que se sienten seguros. «Si deseasen el o, acudirían a nosotros».
Los awá no dan muestras de estar dispuestos a dejar de vivir en la naturaleza
En mi último día en Brasil, el fotógrafo Charlie Hamilton James y yo alquilamos una avioneta en Imperatriz para sobrevolar la reserva Arariboia con Bruno Lima. Pronto estábamos sobre las colinas ondulantes que se desdibujaban en la distancia en una bruma gris azulada. Solitarios árboles abrasados resistían en campos humeantes.
Algo más adelante se erguían las colinas arboladas del corazón de la reserva. La avioneta se ladeó y desde ella contemplamos el dosel selvático, un mosaico fantástico de verdes intensos y marrones contenidos, moteado aquí y allá por brillantes destellos amarillos de los lapachos en flor. En algún lugar de allí abajo estaban los isolados. Quizá se habían detenido al oír la avioneta y levantaban el rostro para mirarnos a través de los árboles.
«¡Miren!» –dijo Lima, señalando hacia el bosque–. ¡Una pista maderera!». Al principio no la distinguí, pero de pronto allí estaba, una franja parda que serpenteaba por una ladera, desaparecía bajo un grupo de árboles y volvía a aparecer algo más allá. «Están perfeccionando el delito de robar madera –añadió–. Abren carreteras por debajo del dosel arbóreo para que no se vean». Miró por la ventanilla y prosiguió: «Los municipios de la periferia de los territorios indígenas dependen de la madera.
Directa o indirectamente, todas las fuerzas vivas están involucradas en esta actividad criminal». (Los políticos locales rechazan tal afirmación, aduciendo que los esfuerzos por hacer cumplir la ley ya han propinado un varapalo importante al sector maderero ilegal).
Al alcanzar los límites nororientales de la reserva, oteamos un camión con la cabina blanca que hacía cabriolas por la vía serpenteante. La plataforma iba cargada de troncos, como un insecto depredador transportando la presa hasta su nido. Y en su avance hacia el este, en dirección a los aserraderos de fuera de la reserva, no vi que ningún obstáculo fuese a cortarle el paso.