En lo profundo de los antiguos océanos, hace más de 3.000 millones de años, la vida comenzaba a dar sus primeros pasos titubeantes. El planeta, aún inmaduro y violento, no era un lugar fácil para el desarrollo de formas de vida primitivas.
Fue en este escenario hostil cuando un coloso celeste, un meteorito del tamaño de cuatro veces el Monte Everest, se estrelló contra la Tierra, desencadenando una serie de eventos que cambiaría el curso de la evolución. Y es que este cataclismo, aunque devastador, también trajo consigo inesperadas oportunidades para la vida.
El impacto que agitó los mares y el cielo
El impacto del meteorito, conocido como S2, ocurrió hace aproximadamente 3.000 millones de años, durante la Era Paleoarcaica. Este evento fue hasta 200 veces más potente que el famoso impacto que acabó con los dinosaurios, y dejó una huella profunda en el planeta. La colisión generó un tsunami colosal que arrasó las aguas costeras, mezclando aguas profundas ricas en hierro con las capas superficiales más pobres en este mineral.
Al mismo tiempo, el calor extremo evaporó parcialmente los océanos y sumió la atmósfera en la oscuridad, bloqueando la luz solar y destruyendo temporalmente la vida fotosintética en las aguas poco profundas.
El daño inicial fue severo. La superficie del océano hirvió, y la atmósfera quedó cargada de polvo, sofocando a las criaturas fotosintéticas que dependían del sol para sobrevivir. Sin embargo, la vida en las profundidades oceánicas, así como los organismos hipertermófilos (aquellos que prosperan en condiciones extremas), fueron en gran medida inmunes a estos efectos devastadores, resistiendo con tenacidad el embate.
Cuando la destrucción abre puertas a la vida
Lo que podría parecer un evento catastrófico sin más también tuvo un lado luminoso. A medida que los estragos del impacto se apaciguaron, la Tierra vio un repunte inesperado en la actividad biológica. El meteorito, al vaporizarse, liberó fósforo en el entorno, un elemento esencial para la vida. Además, las corrientes de hierro, traídas a la superficie por el tsunami, crearon las condiciones ideales para la proliferación de microbios que se alimentaban de este metal. Así, una explosión de vida microbiana, especialmente de aquellos que procesaban el hierro, tomó el protagonismo en el resurgir de la biosfera.
El estudio dirigido por la geóloga Nadja Drabon, profesora asistente en la Universidad de Harvard, revela que los impactos de meteoritos como el S2, aunque devastadores en primera instancia, trajeron beneficios inesperados para la vida. En las capas sedimentarias de la Barberton Greenstone Belt, en Sudáfrica, los científicos han encontrado pruebas de estos eventos antiguos que ofrecen pistas sobre cómo estas colisiones pudieron haber contribuido al surgimiento de nuevas formas de vida.
El equipo de Drabon, al examinar los isótopos de carbono y otros restos geológicos, pudo trazar una imagen clara de cómo el impacto generó una serie de cambios químicos y biológicos que, lejos de ser puramente destructivos, alimentaron la biodiversidad en los océanos primitivos.
El estudio también sugiere que eventos similares en la historia temprana de la Tierra no solo aniquilaron, sino que también crearon las condiciones propicias para que la vida floreciera.
No en vano, la región sudafricana donde se estudió el impacto del S2 conserva evidencia de al menos 16 grandes impactos de meteoritos durante la Era Paleoarcaica, cada uno de los cuales habría moldeado el entorno planetario de formas tanto destructivas como creativas.