En una cresta helada, a unos 900 metros por encima del embravecido Atlántico Sur, Emma Nicholson respira hondo tras la máscara antigás, revisa el arnés de escalada y se adentra en las fauces de un volcán activo.
Son poco más de las 4 de la tarde en el borde del cráter del monte Michael, que descuella sobre la isla de Saunders. Situada en el deshabitado archipiélago de las Sandwich del Sur, Saunders es uno de los lugares más remotos de la Tierra a los que puede viajar un ser humano: dista unos 800 kilómetros de la estación científica permanente más cercana, sita en la isla Georgia del Sur, y más de 1.600 kilómetros de la ruta marítima más próxima. De hecho, las personas que están más cerca de Emma y sus compañeros de expedición son los astronautas de la Estación Espacial Internacional, que cada hora y media los sobrevuelan a 400 kilómetros de altura.
Renan Ozturk
Los pingüinos tapizan las laderas cubiertas de ceniza de Saunders, una de las 11 islas de las Sandwich del Sur. El archipiélago alberga algunas de las colonias de pingüinos más grandes del mundo y es un criadero crucial para más de tres millones de pingüinos barbijo, juanito, de Adelia y de macarrones.
Después de años de planificación y de soportar un complicado viaje de 2.250 kilómetros por mares turbulentos cuajados de icebergs, esta volcanóloga de 33 años está a punto de convertirse en la primera científica en liderar una exploración en el interior del cráter del monte Michael, del que espera salir con nuevas pistas sobre los procesos que tienen lugar en las entrañas del planeta. Pero el Michael no es un volcán que revele sus secretos como si tal cosa.
A primera vista, el interior del cráter se antoja inofensivo: el borde da paso a una suave pendiente cubierta de nieve. Emma y su compañero de investigación, João Lages, descienden con cautela, ayudados por una cuerda de escalada, conscientes de que allí abajo, en algún punto ese terreno en apariencia clemente podría terminar en una inestable pared de hielo. Conforme avanzan, el tiempo mejora: el viento amaina y se atisban retazos de cielo azul. A través de las gafas de esquí, Emma distingue un círculo de paredes casi verticales de roca y hielo cubiertas de ceniza.
Cargados con un portátil y una cámara termográfica, siguen descendiendo hacia el corazón de la montaña. Por debajo de ellos, la suave pendiente cae de pronto a plomo hacia un vacío oscuro que, a una distancia desconocida, llegará al fondo del cráter. Al mirar a su alrededor, Emma comprende que está dentro de la chimenea de la Tierra, un lugar que luce las cicatrices de una de las mayores demostraciones de poder de la naturaleza.
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La volcanóloga británica Emma Nicholson observa desde el puente del Australis la llegada de la expedición a la isla volcánica de Saunders. En 2019 había intentado coronar el volcán, pero una ventisca la obligó a dar la vuelta, dejándola con un «asunto pendiente».
Para una volcanóloga, este es el momento por excelencia de toda una carrera: ser la primera en asomarse a un oscuro portal para vislumbrar el interior del planeta. Solo hay una cosa que se le escapa, precisamente la que la ha traído a este lugar perdido: ¿dónde está el lago de lava?
Nota un tirón tranquilizador en el arnés. Sabe que, en la cima, la cuerda está amarrada a un ancla digna de la mayor confianza: la guía de montaña Carla Pérez. En estas últimas semanas, Emma y Carla se han hecho grandes amigas a fuerza de compartir un angosto camarote y una tienda de campaña azotada por los vendavales. Con Emma fuera de su campo de visión, Carla sabe que su amiga podría toparse en cualquier momento con un saliente de hielo susceptible de venirse abajo sin previo aviso, arrastrándola hacia el estómago del volcán. El tirón es un pequeño recordatorio de que no olvide ser prudente.
El 2 de febrero de 1775, un exhausto capitán James Cook contempló desde la popa de su buque, el Resolution, una isla desolada y cubierta de nieve. El marino llevaba embarcado dos años y medio en su segundo viaje de descubrimiento, y aquella áspera geografía coincidía con su estado de ánimo. «La costa más horrible del mundo», dijo del archipiélago que había bautizado como islas Sandwich del Sur por uno de sus patrocinadores, el conde de Sandwich. Aquellas islas, escribió, estaban «condenadas por la naturaleza […] a no conocer jamás el calor de un rayo de sol».
Pasarían décadas hasta que la ciencia descubriese que una de ellas, Saunders, poseía su propia fuente de calor. Ni siquiera entonces nadie sintió interés por visitar aquella isla helada y barrida por el viento en medio de la nada.
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El monte Michael arroja una mezcla de gases en un día de cielo azul mientras el equipo se prepara para transportar el material a la isla. El capitán del Australis, Ben Wallis, estuvo pendiente de la volátil meteorología del Atlántico Sur y advirtió de que apenas había margen de error. «Nadie vendrá a buscarte si te ves en un brete».
«Las Sandwich del Sur te ponen difícil el viaje, el desembarco y el trabajo, conque hacen falta razones de peso para visitarlas», asegura John Smellie, profesor de geología de la Universidad de Leicester. Y, sin embargo, estas islas, formadas por la subducción de la placa Sudamericana bajo la placa de las Sandwich del Sur, constituyen uno de los entornos tectónicos más sencillos del mundo para estudiar volcanología.
«En esencia, aquello es una fábrica de corteza terrestre –me dijo Smellie por teléfono desde su despacho en Inglaterra–. Puedes analizar todo lo que ocurre a los magmas desde que se forman hasta que salen a la superficie […], porque en la zona se dan muy pocas variables».
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El fotógrafo Ryan Valasek, enfundado en un traje seco, se da un baño gélido ante el Australis. El equipo confió en estos trajes para mantener el calor mientras se trasladaban en lancha del barco a la isla de Saunders y trabajaban en el helado Atlántico Sur, donde las temperaturas pueden bajar de cero grados.
Me puse en o con él porque es una de las contadas personas que han visitado Saunders. Durante una expedición en 1997, estaba tomando muestras en el extremo norte de la isla cuando reparó en que el penacho volcánico del monte Michael había adquirido una densidad inusual. «El volcán resoplaba y jadeaba».
Aquel comportamiento le recordó al monte Erebus, un volcán antártico que esconde un lago de lava permanente. Smellie preguntó a un amigo del Servicio Antártico Británico si con imágenes por satélite se podría identificar alguna anomalía térmica alrededor del monte Michael. Con un radiómetro satelital identificaron una firma térmica que correspondía al cráter de la cima. Postularon que, con unas temperaturas medias de unos 300 °C, se trataba de un lago de lava, uno de los fenómenos más raros de la volcanología.
Aunque en el mundo hay unos 1.350 volcanes potencialmente activos, solo en ocho de ellos se había confirmado la presencia reciente de lagos de lava permanentes.
Aunque en el mundo hay unos 1.350 volcanes potencialmente activos, solo en ocho de ellos se había confirmado la presencia reciente de lagos de lava permanentes, unas calderas perpetuas de roca fundida. Tras una erupción, por lo general la lava que entra en o con la atmósfera se enfría y forma un tapón sólido de roca que atrapa el calor y los gases en el interior del volcán (muchas veces preparándolo para una nueva explosión).
Pero en el caso de los volcanes de conducto abierto, la red de conductos que conecta la superficie con la cámara magmática de las profundidades permanece expedita. Para que se forme un lago de lava, la presión debe ser tan grande que empuje la lava hasta la superficie misma. Y para que el lago de lava sea permanente, la presión debe ser continua y la proporción entre el calor que asciende de la columna de magma y la velocidad de enfriamiento debe situarse en un equilibrio perfecto para que la lava continúe en estado fundido.
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En el campamento base, el equipo levantó muros de nieve para proteger las tiendas de los vientos huracanados. Mayor problema fue el del agua potable. El plan era fundir nieve para beber y cocinar, pero resultó estar contaminada por las sustancias químicas arrojadas por el volcán y tuvieron que llevarla a tierra desde el Australis.
«Temperamental» es un buen adjetivo para describir la presión que bombea lava al cráter del Michael, dice Smellie. «La lava va y viene. A veces desaparece, quizá durante varios meses, pero nuestra investigación demuestra que en otras ocasiones permanece durante meses enteros».
Dado que brindan la oportunidad de tomar muestras y analizar los gases y la lava, los sistemas de conducto abierto se consideran un laboratorio fundamental para entender mejor el comportamiento de los volcanes y ayudar tanto a predecir como a mitigar el riesgo volcánico.
Pero a Smellie le interesaba más estudiar las rocas en torno al volcán y en ningún momento se planteó en serio escalar el monte Michael.
En 2019, otro equipo de volcanólogos actualizó los hallazgos del grupo de Smellie gracias a unos datos de satélite de mayor resolución y calculó una anomalía de más de 9.940 metros cuadrados en la superficie del cráter. Al igual que Smellie, concluyeron que debía de tratarse de un lago de lava.
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En medio de los fuertes vientos que azotan el monte Michael, el autor Freddie Wilkinson se comunica por radio con el Australis para obtener información meteorológica actualizada durante el primer intento de llegar al borde del cráter. El mal tiempo condenó la ascensión, y el viento impidió volar un dron en el interior del cráter para buscar el lago de lava.
El estudio también llamó la atención de Emma Nicholson, a la sazón recién nombrada profesora de volcanología del University College de Londres. Por precisas que fuesen las imágenes de satélite, ella sabía que el único modo de confirmar que el monte Michael albergaba un lago de lava –y de estudiarlo– sería subir hasta el borde del cráter y recoger muestras en su interior. Saber que habían pasado dos décadas desde la labor en Saunders del último geólogo de campo animó a la decidida volcanóloga.
«De niña me encantaba perderme, explorar», cuenta. Sus padres la animaban a vivir aventuras. Una caminata al monte Saint Helens durante unas vacaciones familiares en Estados Unidos a los seis años tendría una influencia colosal en su vida: «Todos los árboles seguían derribados en la misma dirección. Había cenizas por todas partes, y eso que habían transcurrido más de 10 años de la erupción. Recuerdo preguntarme qué fuerzas habrían creado aquel paisaje».
En 2020 se sumó a una expedición científica a las Sandwich del Sur. Tras fondear en Saunders, Emma, su compañero de investigación Kieran Wood y otros científicos intentaron el primer ascenso al monte Michael, pero el mal tiempo los obligó a dar media vuelta. La decisión de abandonar fue dolorosa; lo noté en el tono de voz de la volcanóloga cuando me contó que dejó en el monte Michael «asuntos pendientes».
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Envueltos en la niebla y azotados por el viento y la nieve en la cima del Michael, Emma Nicholson (a la izquierda) y el ingeniero aeroespacial Kieran Wood buscan signos de lava en el interior del cráter con una cámara térmica conectada a un portátil.
En noviembre de 2022 me reuní con Emma, Exploradora de National Geographic, en las Malvinas para acompañarla en su retorno a Saunders. Había organizado una expedición para realizar el primer ascenso de la historia al monte Michael, así como el primer estudio sobre el terreno de su cráter. El Australis, un velero a motor con casco de acero, aguardaba en el muelle de Puerto Argentino (Stanley), donde me recibió su capitán, Ben Wallis, un australiano de 43 años.
Nuestra expedición le habría parecido una nimiedad a Cook. Ben y dos tripulantes se ocupaban del transporte. Emma con sus colegas João Lages, de 30 años, geoquímico y volcanólogo, y Kieran Wood, de 37, ingeniero aeroespacial y especialista en drones, formaban el equipo científico. El fotógrafo Renan Ozturk, de 43 años, dirigía un equipo audiovisual de cuatro personas. La montañera ecuatoriana Carla Pérez, de 39, una de las pocas mujeres que han coronado el Everest sin oxígeno adicional, lideraría la fase alpinística.
Anteriormente Ben ya había pilotado el Australis hasta las Sandwich del Sur, y la experiencia había sido angustiosa. «De ese tema no hablo», me dijo. No era el único que temía aquella región oceánica. La ruta bordearía el paso de Drake, entre la punta de América del Sur y la Antártida, donde el encuentro entre el Pacífico y el Atlántico engendra uno de los mares más traicioneros del planeta. A esta latitud, sin masas terrestres que frenen el viento y las corrientes, las olas pueden alcanzar los 12 metros de altura.
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La guía de montaña Carla Pérez encamina al equipo en la recta final de la ascensión que los convertirá en los primeros en coronar el monte Michael. Detrás de ella, Nicholson lleva un instrumento del tamaño de un maletín diseñado para tomar muestras y medir los gases volcánicos que emite el cráter.
Pero varias semanas después, Ben cedió y me contó la historia sobrecogedora de cómo sobrevivió a una tormenta con vientos que, cuando decidió dejar de consultar el anemómetro, ya superaban los 145 kilómetros por hora.
Aunque lleva más de dos décadas navegando en pequeñas embarcaciones alrededor de la península antártica y suele cruzar cuatro o cinco veces el Drake en verano, reconocía haber tardado años en sentirse con fuerzas para volver a las Sandwich del Sur. «Estas islas son otro mundo –explicó Ben, refiriéndose a que quedan fuera del alcance de los aviones con base en tierra, y pocos barcos viajan por la región–. No hay nadie que venga a buscarte si te ves en un brete».
Mientras la playa se sumía en la oscuridad, comprendimos que habría que salir a nado de la isla. Yo había bromeado sobre aquella posibilidad, pero ahora nadie se reía.
El primer día navegamos con viento suave, descansando cómodamente sobre la cubierta con nuestros cortavientos. Pero a partir de ahí la temperatura fue bajando y pasábamos menos tiempo en cubierta. Resguardados abajo, 12 personas aprendimos a sobrevivir en el mar en 23 metros de acero: cruzarnos en unos pasillos por los que no se cabía de frente, programar nuestros viajes al microondas y tener siempre un cubo al alcance de la mano. Mientras tanto, el motor diésel del Australis nos propulsaba incansable a ocho o nueve nudos entre los vaivenes del mar.
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Emma Nicholson y el volcanólogo João Lages se asoman al interior del cráter en busca de un lago de lava. Las paredes escarpadas y las capas de ceniza nos hablan de erupciones pasadas, asegura Nicholson. «Está claro que ha tenido un pasado mucho más explosivo que el que estamos viendo ahora», afirma la científica.
El equipo probó diferentes estrategias para lidiar con el mareo. Kieran prefería mirar el horizonte desde el puente de mando. Carla meditaba. João se pasaba 23 horas al día en la litera. Pero quien peor lo llevaba era Emma, que pasó su cumpleaños acurrucada en posición fetal en la puerta del baño, retorciéndose toda la noche.
Al quinto día de navegación avistamos Georgia del Sur, otrora un próspero centro ballenero. En 1916, un desesperado Ernest Shackleton arribó a la isla a bordo de un minúsculo bote, después de salvar los 1.482 kilómetros que la separan de la isla Elefante, donde había dejado a parte de su tripulación para ir a buscar ayuda.
Pero todavía nos faltaba un tercio del trayecto hasta la isla de Saunders. Tras una breve escala en el puerto de Grytviken, donde nos presentamos a las autoridades británicas que gestionan Georgia del Sur y las Sandwich del Sur como santuario marino, proseguimos nuestra navegación adentrándonos en el Atlántico Sur. Empezaron a perfilarse icebergs en el horizonte. Ayudados por el radar y el casco de acero, zigzagueamos entre un mosaico de estos enormes y refulgentes obstáculos hasta que, por fin, en la tarde de nuestro octavo día en el mar, Saunders se materializó de pronto entre la niebla.
La isla, una media luna de ocho kilómetros de ancho que asoma de las aguas del Atlántico Sur, no ofrece fondeaderos seguros. Nuestra mejor opción era la bahía de Cordelia, aunque está custodiada por bajíos que en las cartas náuticas figuran como «fondos sucios» y «no hidrografiados». Al virar hacia tierra, vimos por primera vez el monte Michael: la silueta de una montaña baja, achaparrada, de simetría casi perfecta, quizá no abrumadora ni majestuosa, pero formidable.
Gráfico: Mónica Serrano y Katie Armstrong, NGM: Michael Fry: Ilustración: Thomas Tenery.
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Ben fue guiando el Australis al pie de los cantiles que se erguían imponentes en el extremo norte de la playa y echó el ancla. De repente nos entraron las prisas. El material que había viajado perfectamente estibado en el castillo de proa fue amontonado en los camarotes raquíticos mientras nos preparábamos para transportarlo en la lancha hasta la playa a la mañana siguiente. No había tiempo que perder, porque Ben calculaba que la meteorología nos obligaría a irnos, como máximo, en 16 días.
Mientras ordenábamos el material, el fotógrafo Ryan Valasek gritó de pronto desde el puente de mando: «¡Mirad eso!».
Todos dejamos lo que estábamos haciendo y subimos al puente. Una nube brillante en forma de platillo volante apareció en el cielo nocturno sobre el monte Michael. Al principio mis ojos percibieron intensos tonos rojos y violáceos sobre la negra noche estrellada. Se parecía a la última luz del atardecer, cuando el sol ya se ha ocultado tras el horizonte… solo que el sol se había puesto dos horas antes. Poco a poco me di cuenta de que la luz provenía del interior del volcán. Ante nuestros ojos, la paleta de colores pareció cambiar lentamente, el rojo teja se tornó escarlata primero y naranja después; el violeta oscuro se suavizó hasta convertirse en malva.
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En su tienda de campaña, Nicholson añade un estabilizador químico para conservar las muestras de agua recogidas bajo el penacho del volcán y poder estudiarlas en el laboratorio. Poco se sabe sobre los riesgos para la salud a largo plazo causados por la exposición a los elementos traza emitidos por los volcanes de conducto abierto.
De pie en la cubierta, Emma temblaba tanto de frío como de emoción. El espectáculo incandescente al que asistíamos era la primera señal auténtica de lo que la volcanóloga había ido a buscar desde la otra punta del mundo: la lava.
De buena mañana nos enfundamos los trajes secos sobre varias capas de forro polar para soportar las bajas temperaturas del agua. Aunque el mar estaba bastante calmado y pudimos saltar sin dificultad a la orilla desde la lancha neumática de cuatro metros del Australis, el oleaje seguía siendo fuerte, de modo que cuando terminamos de desembarcar la carga, la lancha estaba casi inundada. Aquello me llevó a preguntarme cómo nos las apañaríamos con mal tiempo.
Un penetrante olor a naturaleza marina nos recibió en la orilla: peces muertos, guano y algas podridas. Cerca del agua se solazaban elefantes marinos y focas de Weddell, mientras que bandadas de pingüinos barbijo, juanito y petreles gigantes ocupaban las colinas pardigrises entre el mar y las laderas nevadas de la montaña. La cacofonía de graznidos subía y bajaba de intensidad, pero nunca se silenciaba. Para evitar cualquier conflicto territorial con la fauna, montamos el campamento base en un campo de nieve poco profunda, a unos 750 metros de la playa.
Aquella noche la isla dio su primera estocada. A unos metros del campamento, João y Emma estaban examinando la acidez de la nieve, que pensábamos derretir para obtener agua potable. Los resultados dejaron a Emma sin palabras. El agua, al menos en las inmediaciones de nuestro campamento, no era potable.
De niña, Carla Pérezsoñaba con escalar las enormes montañas nevadas de la cordillera Occidental que veía erguirse desde el patio de su casa, en un pueblito a media hora en coche de Quito. Su padre la llevaba a escalar los pequeños volcanes de la región, y cuando creció, la apuntó a un club de montañismo. Pronto no solo escalaba volcanes grandes, sino que soñaba con ser volcanóloga.
A los veintipocos tenía un máster en Ciencias de la Tierra, especialidad en geoquímica, pero su sueño de convertirse en científica se transformó en otra cosa: se hizo montañera profesional, dedicada a guiar escaladores extranjeros por los picos de Ecuador y a perseguir sus propias metas en todo el mundo. En 2019 fue la primera mujer en coronar el Everest y el K2 el mismo año.
Renan Ozturk
Una ola cargada con fragmentos de hielo rompe sobre el fotógrafo Renan Ozturk mientras la lancha espera para llevarlo a él y al resto del equipo de vuelta al Australis. El mal tiempo los obligó a nadar hasta más allá de la rompiente para abandonar la isla.
«Me di cuenta de que mi pasión era estar en los volcanes, tomando muestras –dice Carla–. Siento que Emma y yo tenemos vidas paralelas, como espejos».
Durante la primera noche, en la tienda que compartía con Carla en la isla de Saunders, Emma no paraba de pensar en el agua. Si no hallaban otra fuente, la falta de agua potable obligaría a poner fin a la expedición. Aunque la nieve contaminada era precisamente uno de los motivos por los que había regresado a la isla.
En torno al 10 % de la población mundial vive a menos de cien kilómetros de un volcán y se enfrenta a una serie de peligros potenciales derivados de la actividad volcánica. Tan peligrosos como las erupciones, aunque menos estudiados, son los efectos a largo plazo de beber agua y respirar aire contaminados por volcanes de conducto abierto, que a menudo expulsan una mezcla de gases. El vapor de agua y los dióxidos de carbono y de azufre suelen constituir más del 90 % de las columnas eruptivas. Pero también se sabe que la lava cercana a la superficie emite flúor, cloro y bromo, unos elementos extremadamente ácidos. Las prístinas laderas nevadas del Michael eran un lugar perfecto para evaluar el impacto de este tipo de volcanes en la capa freática.
«No hay fuentes externas de contaminación», dijo Emma, lo que explica que prácticamente «cualquier sustancia química que se detecte en la nieve o el agua subterránea proviene del volcán».
Comprender mejor este proceso podría ayudar a quienes viven en estos entornos a implantar soluciones a largo plazo, sobre todo en lo que respecta al tratamiento del agua y las alertas sobre la calidad del aire. Pero para estudiarlo bien durante su breve estancia en la isla, Emma necesitaba recoger muestras sistemáticamente debajo del penacho volcánico hasta la misma cima.
Al día siguiente Carla organizó un equipo para abordar el problema del agua potable. La tripulación del Australis les acercó en una lancha unos 500 litros de agua generada por la desalinizadora del velero, y luego el equipo de Carla la acarreó hasta el campamento. Mientras tanto, Emma, Kieran y yo dedicamos la jornada a explorar la montaña y recoger muestras de nieve.
Aquella noche en su tienda, mientras el viento sacudía la lona que la envolvía, Emma derritió con cuidado todas las muestras de nieve y añadió ácido para preservar la composición del agua resultante y estudiarla en el laboratorio, una operación delicada que implicaba manipular un producto químico supercorrosivo en un refugio que el viento azotaba con saña.
Al día siguiente hicimos el primer intento de escalar el monte Michael. Estábamos a 60 metros de la cima cuando la alarma de los sensores que llevaban Emma y Carla en la mochila para alertarnos de la presencia de dióxido de azufre se hizo oír por encima del rugido del viento. Nos pusimos la máscara antigás y seguimos ascendiendo. El viento arreciaba y densas nubes negras barrían la montaña. Kieran intentó lanzar un dron con un sensor térmico, pero las fuertes ventadas lo obligaron a recuperarlo a toda prisa. Otros aparatos también sufrieron.
«¡Hay que encordarse!», me gritó Carla, indicándome que era necesario por si había grietas ocultas bajo la nieve. Nos enganchamos todos a la cuerda, y yo guie al grupo hacia la penumbra.
Tras avanzar 30 metros a tientas en plena ventisca, creí haber alcanzado el borde del cráter, pero con vientos de 100 kilómetros por hora y aquella niebla tan espesa no alcanzaba a ver más allá de mis manos. El resto del grupo se acercó. Emma sacó de la mochila un sensor que registraría los principales gases del penacho. Kieran siguió subiendo y, 10 minutos después de desaparecer en la nube, regresó sonriendo. «Arriba se está mucho mejor. Creo que he encontrado la cima».
Pronto estábamos abrazándonos en la cumbre. En lo alto el cielo era azul, pero densas nubes llenaban el cráter del Michael, como el caldero de una bruja. La idea de explorar su interior en esas condiciones –o de esperar a que mejorase el tiempo– nos pareció absurda por unanimidad. Habíamos completado la primera ascensión, pero aún no teníamos ni idea de qué había dentro.
Al día siguiente nos apiñamos en una tienda para estudiar el pronóstico meteorológico y debatir las opciones. Ben nos comunicó por radio que un sistema de bajas presiones llegaría en pocos días y crearía «unas condiciones marítimas peligrosas». Habíamos tenido la esperanza de quedarnos unos días más, pero era hora de despedirnos de la isla de Saunders.
Solo que Emma estaba empeñada en regresar a la cima. Entre los fallos de los equipos y las condiciones extremas, Kieran y ella solo habían recabado una pequeña cantidad de datos.
«Todavía no habíamos resuelto el misterio de si la cima del Michael albergaba un lago de lava», recuerda la volcanóloga. Además, no había recogido suficientes muestras de hielo y gas para estudiar la influencia del volcán sobre el agua.
Quedaba una pequeña esperanza: el pronóstico anunciaba una tregua en los vientos antes de la llegada del siguiente sistema de bajas presiones. Decidimos que el equipo se dividiría: Kieran y yo levantaríamos el campamento mientras Carla guiaba a Emma, Renan y João de vuelta a la cima. Si todo salía bien, descenderían directamente a la playa, donde la lancha nos llevaría de vuelta a la seguridad del Australis.
Renan Ozturk
Carla Pérez contempla la puesta de sol desde el Australis mientras el barco cabecea entre olas de más de cuatro metros. El viaje de regreso a Puerto Argentino (Stanley), en las Malvinas, duró 11 días en los que la tripulación tuvo que lidiar con los vientos dominantes y una mar embravecida.
Cuando Carla dio aquel tirón a la cuerda, Emma estaba intentando ver el fondo del cráter, con la esperanza de vislumbrar un revelador punto naranja más abajo. Por mucho que ansiase confirmar la presencia del lago de lava, había otros aspectos científicos que atender, como las muestras de gases. Habían colocado el dispositivo de muestreo en la parte más densa del penacho para registrar las mayores concentraciones de gases, lo que proporcionaría una gran cantidad de datos.
Los científicos se pusieron a trabajar y Renan decidió volar el dron por última vez, a pesar del viento. Mientras se esforzaba por maniobrarlo, el fondo ennegrecido del cráter apareció en la pantalla de control de vuelo. El viento amainó, y de repente allí estaba: el noveno lago de lava activo del mundo. El óvalo centelleante parecía más bien una charca, pero Emma pudo por fin respirar aliviada. «Sin duda era lava cerca de la superficie, de la que salía el penacho de gas que estábamos midiendo», relata.
Mientras tanto, muchos metros más abajo, un brillo gris había cubierto el mar. Fragmentos de la banquisa que habían viajado hacia el norte desde la Antártida rodeaban la bahía de Cordelia. Algunos eran del tamaño de pedruscos, otros abultaban como neveras. «Las condiciones no son las mejores», dijo por radio Dave Roberts, primer oficial de Ben.
Varar la lancha en la playa era demasiado peligroso, así que Kieran y yo, protegidos por los voluminosos trajes secos, acarreamos el material a través de la rompiente hasta Ben y Dave, que esperaban fondeados a unos metros de la costa. Pasaron horas yendo y viniendo, transportando cargas al Australis. Por fin Emma, Carla, Renan y João llegaron a la playa y nos confirmaron la noticia de la existencia del lago de lava. Pero no había tiempo para celebrarlo. Una hora antes de ponerse el sol, mientras la playa se sumía en la oscuridad, comprendimos que habría que salir a nado de la isla. Al principio del viaje yo había bromeado sobre aquella posibilidad, pero ahora nadie se reía.
Uno a uno, los del equipo fuimos abriéndonos paso entre los hielos y acercándonos a una rompiente cuya espuma nos superaba en altura, intentando sincronizar las brazadas hacia la lancha entre cada tren de olas. Cuando solo quedábamos tres en la playa, la oscuridad era total. Un puntito de luz subía y bajaba en el vacío: Ben y Dave en la lancha, esperando detrás de la rompiente. Estaban a menos de 30 metros, pero parecían un par de kilómetros.
«Listos para recogeros», crepitó la voz de Ben por la radio. Metí el receptor dentro del traje seco, entrelacé los brazos con los de João y el director de fotografía Matt Irving y empezamos a avanzar. A los pocos pasos, una gran ola nos derribó. Noté la sal en la boca, el picor en la nariz. Salí a la superficie cuando la resaca me arrastró hacia la siguiente ola. Sumergí la cabeza para esquivar un trozo de hielo. El frío me clavaba alfileres en la cara. Cuando abrí los ojos vi el monte Michael recortado contra el cielo nocturno, aunque su mágico resplandor había desaparecido.
Con torpeza, nadé al más puro estilo perrito hacia el punto de luz. Lo siguiente que noté fueron las manos de Dave, las manos increíblemente fuertes de un marino, sacándome del mar y dejándome caer sobre el fondo de la lancha, que cabeceaba. Ben aceleró el motor y puso rumbo al Australis… y a casa.
Este reportaje se publicó en el número de junio de 2025 de National Geographic.