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¿Un nuevo cerebro? Así nos transforma la tecnología digital

El universo tecnológico en el que estamos inmersos provoca cambios en el cerebro humano, que, plástico y moldeable como es, responde adaptándose a nuevos estímulos y experiencias. ¿Cómo lo hace? ¿Qué consecuencias tienen estos cambios a corto plazo? Y a largo, muy largo plazo, ¿marcará el cerebro digital un nuevo paso en la evolución humana?

Actualizado a

Uso limitado de pantallas

La OMS recomienda no exponer a los menores de dos años a las pantallas y limitar su uso a una hora al día como máximo antes de los cinco años. Pese a tales advertencias, la imagen de un pequeño concentrado con una tableta o un móvil entre las manos es habitual.

Se trata de una desescalada tecnológica: todo lo que se puede hacer en papel, se hace en papel. Nos lo cuentan las responsables pedagógicas de la Escuela Pía de Caldes de Montbui, cerca de Barcelona, cuyas aulas son una dulce vuelta atrás en el tiempo. No hay ordenadores portátiles, ni tabletas, ni pizarras electrónicas. Ni casi calculadoras. Por supuesto, ni un teléfono móvil. En un aula, alumnos de quinto de primaria, de 10 y 11 años, copian a mano el enunciado de un problema de matemáticas que les dicta el profesor –nada de pasarles una hoja impresa–, y en un cuaderno aparte hacen las operaciones. En otra aula, alumnos de bachillerato se disponen en semicírculo en una clase de literatura para verse las caras. Los libros son de papel. Toman apuntes con bolígrafo, y todos tienen al alcance de la mano su típex, un nostálgico utensilio que hace la misma función que la tecla delete

Linternas con el móvil
Foto: Ollie Millington/Getty Images

Miles de jóvenes congregados en un concierto graban imágenes que luego compartirán en las redes sociales, mientras siguen los nuevos códigos
del directo: cuando suenan baladas, en lugar de prender mecheros, encienden la linterna del móvil, creando un masivo mar de luces ondulantes.

Suena el timbre y salen al patio, y ahí se conversa y se juega. Es un microcosmos, me digo. Arrollados como estamos todos por un alud de estímulos constantes en la palma de la mano, tecnodependientes e incapaces de narrar nada sin mostrar una imagen o de mirarnos a los ojos mientras creemos estar más conectados que nunca, ver a cinco adolescentes echando una partida de cartas se me antoja una idílica estampa que sería inaudita si tuvieran un móvil en el bolsillo. Si ahora mismo oyese una música celestial, ahí me quedaría para siempre.

Lorena Jiménez y Ascensi Laglera, directoras pedagógicas de ESO y Bachillerato y de Primaria, respectivamente, me hablan en su despacho de esta escuela como valientes artífices de un cambio, portavoces de un claustro que ha decidido priorizar el papel sobre la pantalla. Cuentan cómo tras la COVID-19 y el confinamiento, los ordenadores portátiles y las plataformas online para comunicarse con el profesor, acceder a material didáctico o realizar trabajos ganaron terreno: las pantallas eran las grandes salvadoras, permitían estudiar a distancia, y los alumnos se acostumbraron a ellas. Pero al cabo de tres años comenzaron a sonar las alarmas.

Sin móviles
Pau Fabregat

Alumnos de educación infantil, de tres a cinco años, de la Escuela Pía de Caldes de Montbui, cercana a Barcelona, aprenden en distintos «rincones» del aula basándose en métodos sensoriales. Sin dejar de lado la adquisición de competencias digitales, este centro ha optado por una desescalada tecnológica y por fomentar el uso del papel y la escritura a mano, también en los cursos de ESO y Bachillerato.

 

«Nos dimos cuenta de que a los estudiantes les costaba cada vez más estructurar unos apuntes o un dossier–explica Jiménez–. Faltaba el ejercicio mental que uno hace delante de un folio en blanco cuando piensa qué es importante y planifica mentalmente qué espacio dará a cada concepto. Borrar y trabajar sobre la marcha con una aplicación les facilitaba hacer presentaciones con un diseño estupendo, pero mermaba su capacidad de síntesis». Enfrentarse a un texto –¡incluso a una definición de diccionario!– era una montaña, y en los exámenes, a la mala letra se sumaba una ortografía pésima: «Si escribes en papel, tienes que saber si una palabra va con g o con j, con h o sin ella; en cambio, si tomas apuntes con autocorrector, no necesitas aplicar esas normas y no las aprendes». El cálculo también se resentía: «Ahora promovemos el cálculo mental». Lo que acabó de convencerlas para dar un giro al proyecto de la escuela es la aplastante irrupción de la IA y de ChatGPT, que ha roto unos principios pedagógicos básicos: ¿cómo puede un estudiante aprender sin esfuerzo? ¿Cómo va a redactar bien si nunca escribe?

 

 

Escribir a mano conecta la creatividad
Pau Fabregat

Entre las diferentes tareas que realizan, los alumnos escriben «palabras bonitas» sobre la espalda del compañero, formando todos juntos un trenecito. Diversos estudios han comprobado que escribir a mano conecta la creatividad, la lógica y la coordinación motriz, y que leer en papel fomenta la retención de la información. En un rincón de ciencias naturales, aprenden cómo se alimentaban los dinosaurios.

La desescalada tecnológica no es solo suya: es tendencia. Hace dos años Suecia anunciaba un desembolso de 60 millones de euros para recuperar los libros de papel en las escuelas públicas, una idea que se expande por toda Europa. El pasado mes de septiembre arrancaba en España el Manifiesto OFF, una campaña que, apoyada por más de 300 personalidades del ámbito de la psicología, la educación, la empresa y el derecho, pretende alertar a la ciudadanía y las autoridades del punto crítico que estamos alcanzando con el uso excesivo de la tecnología digital, en especial en las escuelas.

Vuelta a los libros de papel
Jonathan Nackstrand/Getty Images

Los alumnos de una escuela de Suecia realizan actividades en sus tabletas particulares: es una imagen de 2014. Diez años después, en 2024, el país nórdico canceló su plan educativo digital para volver a los libros de papel y a los métodos pedagógicos tradicionales para el aprendizaje de las materias escolares.

Desde las asociaciones de familias abundan iniciativas que piden que los móviles no entren en las aulas y se prohíban en la hora del recreo. Los gurús de la tecnología digital de Silicon Valley se vanaglorian de no tener pantallas en casa y matriculan a sus hijos en escuelas alternativas como la Waldorf, presente en todo el mundo y conocida por fomentar el aprendizaje artístico y experiencial.

Si en el mundo prepandémico, para un estudiante de los últimos cursos de primaria tener un portátil era un anhelo, y el número de ordenadores y tabletas disponibles reflejaba la capacidad del centro para afrontar los retos del futuro, ahora está claro: cuantas menos pantallas, mejor.

El cerebro digital es una realidad. Pertenece de facto a los nacidos en el siglo  XXI –los «nativos digitales»–, pero se ha convertido también, por adaptación, en una anatomía necesaria para la «generación analógica». Es fascinante, pero el fenómeno pide que lo observemos de cerca. 

David Bueno, catedrático de Neuroeducación de la Universidad de Barcelona, es miembro de la recién creada Comisión para una Digitalización Responsable en los centros educativos de Cataluña. Biólogo de formación, acaba de recibir el premio Josep Pla por su libro El arte de ser humanos, donde narra que la ciencia ha constatado que todas las expresiones artísticas, ya sea música, poesía o pensamiento filosófico, inciden en el desarrollo cognitivo, emocional y social. Tal vez por ello, verlo posando con ese porte para nuestra revista en la instalación de arte inmersivo digital de Irma de Vries, en el museo Moco de Barcelona, es ser testigo de una escena impecable. 

 

o social o tecnológico
Pau Fabregat

David Bueno posa para  la revista en el Museo Moco de Barcelona. El catedrático de Neuroeducación aboga por poner énfasis en las experiencias sensitivas y el o social para compensar el alud de tecnología que invade a nuestra sociedad.

Bueno advierte del impacto negativo que una digitalización excesiva puede conllevar: «Vivir en un entorno en el que todo es inmediato nos aboca a la impulsividad. Estamos perdiendo capacidad de atención y no podemos retrasar las recompensas». Las redes sociales, tan presentes y tan a mano, generan dependencia: «Las gratificaciones instantáneas que ofrecen son descargas de dopamina, un neurotransmisor que funciona como con las adicciones: cada vez queremos más, y si no lo tenemos, nos sentimos vacíos, nuestro ánimo oscila como en una montaña rusa».

Y esos chispazos de euforia, ¿pueden cambiar la estructura o las funciones cerebrales? Sí. Y en niños y adolescentes, más: «Los que miran muy a menudo las redes sociales muestran un neurodesarrollo diferente en las redes emocionales, motivacionales y de control cognitivo; la verificación habitual en busca de likes puede estar asociada con cambios en la sensibilidad neural».

Resonancia magnética
Fundació Pasqual Maragall

Un técnico realiza una prueba de resonancia magnética a un paciente que está en una camilla en una sala contigua, durante la cual puede recibir estímulos visuales y auditivos. Esta técnica de neuroimagen es una de las más utilizadas para observar
y analizar el funcionamiento del cerebro. 

Justamente sobre la impulsividad y el impacto de los likes ha trabajado el equipo de Connected Minds Lab, en Amsterdam. Wouter van den Bos, licenciado en Filosofía, fundó este laboratorio en 2018 para observar los cambios en el desarrollo cognitivo de los jóvenes en relación con su entorno. La tropa del Connected Minds Lab desembarca en las escuelas de educación secundaria armada con tabletas en las que los jóvenes responden todo tipo de tests, que luego se analizan con modelos computacionales y técnicas de neuroimagen. En su estudio más reciente se aborda la incidencia de las redes y esos influyentes likes sobre la salud mental y la autoestima. «En esta franja de edad son más sensibles a la aceptación y al rechazo, y hoy no solo se exponen a lo que piense un grupo o una persona: se muestran ante el mundo entero, y a través de lo que publican construyen su identidad social», me cuenta Van den Bos en una videoconferencia. Y confirman que el humor de los adolescentes cambia en relación a los likes que reciben.

A la hora de pronunciarse como defensor o detractor de esta nueva realidad, Van den Bos es escurridizo: «Casi todos los estudios realizados tienen más en cuenta el tiempo que los jóvenes pasan ante las pantallas que el contenido que consumen. Mirar historias de TikTok o similares no reportará el desarrollo de nuevas habilidades. Pero hay otros usos en los que la pantalla es solo el soporte, y el cambio en cómo perciben los contenidos no tiene por qué ser negativo».

El efecto real de la tecnología en el cerebro de los más jóvenes ha sido objeto de decenas de estudios abordados desde la neurociencia. Es impresionante la variedad de tesis que exponen. Los hay que culpan al exceso de pantallas del descenso en el cociente intelectual: un estudio de 2023 capitaneado por Elizabeth M. Dworak sobre una muestra de 400.000 estadounidenses reveló un declive de este medidor de la inteligencia por primera vez desde que hace un siglo se toman registros del mismo.

Microcircuitos
Foto: por cortesía de open brain institute, © 2015-2024 Blue Brain Project / EPFL

Modelo in silico de una sección de tejido cerebral de tres milímetros de ancho por dos de alto, en el que una tinción virtual permite visibilizar las neuronas –en la imagen, tan solo el 1 % de todas las que había en este espacio–, coloreadas según su forma y ramificaciones. Estos modelos digitales ayudan a la neurociencia a explorar cómo la increíble variedad de células se organizan y conectan entre sí.

Otros calman las aguas y ven en las pantallas seguras aliadas que ayudan al desarrollo de nuevas capacidades, como mantener actividades intelectuales simultáneamente, razonar en tres dimensiones o ganar velocidad en la resolución de conflictos.

Hay investigadores, como el neurocientífico Michel Desmurg, autor de La fábrica de cretinos digitales y de Más libros y menos pantallas, que se apoyan en decenas de análisis para dibujar con trazo grueso el absoluto desastre al que nos abocamos, y llegan a comparar el caso omiso que se está haciendo a los peligros que entrañan las pantallas a cómo se ignoraban en la década de 1970 los fatídicos efectos del tabaco.

«De los cero a los 12 años, el uso de lápiz y papel es fundamental; y en los adultos, leer en papel es más estimulante».

De esta sucesión infinita de tesis controvertidas y de publicaciones que las apoyan en uno u otro sentido, uno de los trabajos más significativos es el que han realizado los investigadores Dandan Wu, Xinyi Dong, Danqing Liu y Hui Li, de la Universidad de Hong Kong. Publicado a finales de 2023 con el título «How early digital experience shapes young brains during 0-12 years», se trata de un metaanálisis que bebe de distintos estudios elaborados sobre el mismo tema: de qué modo el uso de dispositivos digitales moldea el desarrollo cerebral de los más jóvenes. Sus autores han evaluado 33 trabajos publicados en todo el mundo –Estados Unidos, Japón, China, Alemania, España, Israel, Holanda, Inglaterra y Singapur– que en total alcanzan una muestra de 30.100 participantes de edades comprendidas entre los cero y los 12 años.

Apoyándose en técnicas de neuroimagen, 23 de los 33 estudios analizados han demostrado el impacto de la tecnología sobre los cerebros infantiles. Sin embargo, a la hora de decantar la balanza de la experiencia digital, mientras que en 15 de ellos se constatan efectos negativos –como la pérdida de capacidad lingüística o el déficit de atención–, seis han hallado beneficios –como la mejora en la capacidad ejecutiva–. Gracias a este amplio metaanálisis, es posible hacer una relación de las áreas del cerebro donde son más evidentes los cambios estructurales y funcionales que produce el uso de las pantallas sobre una población de cero a 12 años.

Cómo crecer en un mundo tecnodependiente
Anyforms. Fuentes: Javier Defelipe: "Impacto de la tecnología en la adolescencia", Unicef; Digital 2024 Global Overview Report". Meltwater y We Are Social

Haz clic en este enlace para descubrir el uso de pantallas a las distintas áreas del cerebro. 

La corteza prefrontal sería la región cerebral en la que con más claridad impacta la experiencia digital en un cerebro joven. En un esquema muy simple de la maquinaria de nuestro órgano más complejo, vendría a ser la encargada de gestionar nuestro comportamiento al controlar los impulsos. Podríamos decir que a esta área corresponde la madurez en su sentido más estricto: la capacidad de reflexionar, del pensamiento abstracto y de gestionar las emociones más viscerales e impulsivas. De hecho, su desarrollo no termina hasta el fin de la adolescencia, cuando, si nos ponemos épicos, el sentido común ganaría la batalla a la fuerza instintiva.

La segunda región que este metaanálisis pone en el foco se encuentra en las intersecciones de los lóbulos parietal, temporal y occipital, concretamente en el surco intraparietal. Esta estructura anatómica está involucrada en la coordinación motora, la atención visual, la memoria espacial y el procesamiento de datos numéricos y simbólicos. 

IA y memoria
Foto:Pau Fabregat

Javier DeFelipe en una exposición digital en el Madrid Artes Digitales.
El investigador en microanatomía del cerebro se confiesa fascinado
por la tecnología y la inteligencia artificial, pero reconoce que afecta el aprendizaje y la memoria, incluso en los adultos. 

En tercer lugar, la investigación realizada por la Universidad de Hong Kong concluye que la experiencia digital puede moldear, en general, las redes neuronales de la corteza cerebral.

David Bueno, centrándose en las redes sociales, añade la importancia del sistema límbico, en concreto de la amígdala, «que se encarga de generar los estados emocionales» poniendo en marcha el intrincado sistema de conexiones y neurotransmisores que nos prepara ante situaciones que requieren nuestra atención, pero que también puede desencadenar estrés y ansiedad. El núcleo estriado intervendría asimismo en estos procesos, ya que, según el experto, «gestiona las sensaciones de recompensa por las actividades que hacemos o los pensamientos que tenemos, y también permite que anticipemos las recompensas futuras basándonos en las experiencias pasadas».

El neuroanatomista Javier Defelipe abre la puerta de uno de los frigoríficos del Laboratorio Cajal de Circuitos Corticales, en el Centro de Tecnología Biomédica de la Universidad Politécnica de Madrid, con la misma sonrisa que esbozaría un anfitrión al mostrar a su invitada los manjares que ha preparado para la cena. Por fuera, la nevera es idéntica a la que muchos tenemos en casa, pero dentro, sobre las estanterías reposan unas cajitas transparentes con pequeños daditos de carne que no resultarían precisamente seductores para un gourmet. Tienen etiquetas escritas a mano: «ratas viejas», «hámsters», «ratas vascas», «vallecanas». Vaya nomenclaturas. «Son trocitos de cerebro. Y, mira, estos de aquí son cerebros humanos», señala con expresión pícara, buscando acentuar mi sorpresa ante esa materia prima. Tal vez no es un mal final para los creyentes de la ciencia, le digo. Y contesta: «Sí, algún día yo estaré aquí en un pocillo donde pondrá: Javier».

DeFelipe es un genio atípico. Se necesitan solo dos minutos para darse cuenta de que este gran impulsor de la investigación en microanatomía del cerebro, director del laboratorio donde he venido a visitarle, carece del ego que podría exhibir quien es considerado por sus colegas el noble heredero de Santiago Ramón y Cajal, alguien capaz de trazar una conversación entre la neurología y el arte, la filosofía, la historia de la ciencia, la literatura o la astrofísica, como hace en su último libro, De Laetoli a la Luna: el insólito viaje del cerebro humano. Quizá los centenares de acreditaciones que cuelgan del pomo de la puerta de su desordenado despacho son la única muestra que se permite tener a mano de una brillante carrera. «Llevo más de 450 conferencias dadas por todo el mundo», dice sin conceder la mayor importancia al dato. Uno de los temas que más le fascinan es la plasticidad cerebral.

 

Videojuegos educativos
Foto: Natalia Kolesnikova/Getty Images

Un niño juega en el pabellón del Ministerio de Defensa de Rusia en una exposición celebrada en Moscú en la que el país muestra sus logros en cultura y tecnología. Algunos estudios han constatado que los videojuegos pueden ser positivos para el desarrollo de las capacidades ejecutivas y la toma de decisiones.

«La plasticidad es la capacidad del cerebro para adaptar sus circuitos al entorno y a los estímulos ambientales», arranca DeFelipe. Me pide que imagine el cerebro como un gran mosaico donde miles de millones de neuronas se conectan entre sí mediante sinapsis, unas estructuras que van encajando constantemente los axones de una neurona con las dendritas de otra, estableciendo circuitos. Las neuronas no cambian prácticamente a lo largo de la vida, pero sí las sinapsis, que son dinámicas y forman nuevos recorridos «que se hacen y rehacen en función de un programa genético personal e interactuando con estímulos externos. Y así aprendemos: es la gran maravilla del ser humano».

El investigador señala la corteza cerebral multilaminada, también llamada neocorteza, como el centro de operaciones de la plasticidad. Conecta las diversas áreas del cerebro y hace que este funcione como un todo. «El cerebro es un misterio –afirma–. Pero desde una perspectiva biológica, sabemos que si en algún sitio se generan las bases de cualquier aprendizaje, es ahí».

Entre los cero y los 12 años, coincidiendo con el desarrollo físico e intelectual, la plasticidad del cerebro es muy alta y la actividad de las sinapsis, frenética. La cantidad de circuitos complejos que implican y conectan los millones de neuronas del sistema nervioso y motor es enorme. «Actividades como escribir a mano o aprender a tocar un instrumento requieren tácticas motoras que se basan en adquirir representaciones mentales de los mecanismos necesarios para el movimiento. En nuestro cerebro ya está disponible el sustrato neural, pero no el cableado, y esto es lo que tenemos que procurar», explica.

Elaborar un pensamiento abstracto, crear, inventar, entender, realizar actividades complejas que implican la intervención del sistema motor, son cruciales en la infancia y la adolescencia porque, aunque el cerebro siempre es plástico, estos son períodos críticos de alta capacidad para los que no hay vuelta atrás: «La educación moldea nuestro cerebro, y la cultura hace que el cerebro evolucione; ambos son tan importantes como la capacidad biológica cerebral».

DeFelipe cita como precusor y referente a Santiago Ramón y Cajal, autor de la célebre cita que da colosal sentido a la neuroplasticidad: «Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro». Y recuerda que el científico aragonés era un ferviente defensor de la gimnasia cerebral para aumentar nuestras capacidades intelectuales. Afirmaba que el potencial para incrementar las conexiones neuronales se producía a través de un mecanismo plástico en respuesta a un estímulo continuo. Las ideas del nobel de medicina de 1906, padre de la neuroanatomía y de la teoría neuronal, según la cual nuestro cerebro no es una red continua, sino que está formado por células independientes –neuronas– que se comunican entre sí a través de sinapsis, «fueron el mejor punto de partida de algunas ideas modernas sobre este tema».

¿El cerebro cambia al adaptarse al universo tecnológico? «Sin ninguna duda –me responde DeFelipe–, aunque si eso es bueno o malo, lo dirán los psicólogos. Las herramientas digitales son fascinantes, pero en edades tempranas es importante que padres y docentes estén muy al tanto de los pros y contras».

¿Somos moldeables toda la vida? DeFelipe ríe: «Claro, yo tengo 72 años y sigo aprendiendo, aunque como mi cerebro se adapta, hay cosas que no memorizo, como los números de teléfono, que no me sé ni el de mi mujer, o cosas que no me esfuerzo en aprender, como el recorrido para llegar a un lugar. Por cierto, ¿sabes lo que le ocurre al cerebro de los taxistas de Londres?».

Desde 1866, sacarse la licencia de taxi en Londres y conducir uno de los black cabs que recorren la capital británica requiere aprobar el Knowledge, un examen para el que hay que memorizar las 25.000 calles de la ciudad. La preparación suele durar un año en que el aspirante recorre la urbe conduciendo un ciclomotor con el callejero sobre el manillar. En 2006, la neurocientífica Eleanor Maguire demostró con técnicas de resonancia magnética que el hipocampo del cerebro de los taxistas de Londres es más grande que el de la población general, en especial comparándolo con el de los conductores de autobuses que recorrían regularmente la misma línea. El hipocampo es una de las pocas estructuras cerebrales en las que, incluso en adultos, se generan nuevas neuronas. El estudio resultó revelador: quienes leían mejor los mapas podían tener un cerebro más desarrollado, no solo por sus funciones, sino también por su tamaño.

El recuerdo de esta publicación le sirve al emprendedor Diego Hidalgo, impulsor del Manifiesto OFF, para mostrarme un Nokia –del estilo de los de los años 2000, sin internet, ni aplicaciones ni GPS– y lanzarme –en una conversación por Zoom, eso sí– una batería de preguntas que apelarían a cualquier adulto: ¿Cuándo ha sido la última vez que hemos conducido a un lugar desconocido sin usar una aplicación de geolocalización?¿Cuántos números de teléfono recordamos? En serio, ¡¿ni el de nuestros hijos?! ¿Es posible que no sepamos hacer una división de dos cifras? Y sin buscarlo, ¿sabemos el nombre de la presidenta de Honduras o cuál es la capital de Alaska? «Dejemos de engañarnos. La memoria funciona así: o la usas o la pierdes», sentencia. Esa pérdida es lo que se ha dado en llamar «amnesia digital», un término que define la experiencia de olvidar aquella información que un dispositivo puede almacenar y recordar por nosotros.

Microcircuito cortical de neuronas
Cellpress

Representación computarizada del 2 % de las neuronas que conforman un microcircuito cortical, publicada en 2015 en la portada de la revista Cell por Henry Markram y colaboradores. Fue la primera reconstrucción detallada de un circuito cortical y tuvo una gran repercusión en la comunidad científica.

Hidalgo tiene 41 años. Autor de Anestesiados, la humanidad bajo el imperio de la tecnología y de Retomar el control: 50 reflexiones para repensar nuestro futuro digital, realizó su primer trabajo sobre los efectos de la hiperdigitalización y los riesgos que suponía socializar en el universo virtual cuando estudiaba Sociología en la Universidad de Cambridge, en 2006. «Eran tiempos en los que todavía tenía que explicar en qué consistía Facebook, pero a mí ya me asustaba», recuerda. En un momento en que el mundo occidental se entusiasmaba con las posibilidades que abrían las redes para relacionarse, Hidalgo ya miraba esta revolución con recelo. Partía de un hecho personal: «Recuerdo ser adolescente y ver a mi padre ante una pantalla tras descubrir el e-mail, absorto y obsesionado con los mensajes que recibía mientras yo quería contarle mis cosas». Con los años, cada vez tuvo más clara su cruzada: «Estamos delegando capacidades sociales, pero también cognitivas, como la memoria. Y con la IA generativa solo podemos ir a peor».

Acerca de la sobreexposición a las pantallas y los efectos que esto puede tener sobre la memoria de los adultos ha alzado la voz el psicólogo de la Universidad de Texas en Austin Adrian Ward. En 2021 publicó una de sus tesis más controvertidas, según la cual el uso constante de buscadores de internet provoca en los navegantes un efecto sorprendente: la falsa sensación de que lo que leen y usan forma parte de su cultura y conocimiento general. En 2025, Ward ha querido demostrar los efectos positivos de desconectar el móvil: reclutó a 467 personas con una media de edad de 32 años y durante dos semanas les bloqueó el a internet en sus dispositivos personales, permitiéndoles acceder solo a las llamadas y los mensajes de texto. Los resultados fueron espectaculares: el 91 % itió haber mejorado la capacidad de atención, el bienestar y la salud mental. Pero lo más impactante: se comprobó que el 71 % había aumentado sus capacidades cognitivas, entre las que se incluyen la capacidad creativa y la memoria.

«En el cerebro me quedé atrapado», confiesa Javier DeFelipe, condensando en esta frase su entusiasmo. «La historia de la humanidad se encuentra ahí: es gracias a la plasticidad cerebral que hemos podido evolucionar como especie, porque hemos creado, adaptándonos para sobrevivir. Inventamos el fuego, diseñamos herramientas que aprendimos a usar imitando a nuestros iguales; un día perdimos a los seres queridos, se complicaron las cosas y nos inventamos la religión; otro día quisimos tener un grupo, pertenecer a algo, defenderlo, sentimos odio y matamos; después vino la escritura, imaginemos la historia de la humanidad sin ella». Y concluye: «Llevo estudiando el cerebro toda mi vida y nunca veo el final. Cuanto más sé, más preguntas surgen a las que deseo dar respuesta». 

Pues aquí llega la última pregunta. Reconociendo que nuestro cerebro está cambiando su estructura y sus funciones en una era tan tecnológica y tecnocrática que la IA generativa permite escribir una novela o crear una obra de arte pulsando una tecla; en un entorno en que grabamos y fotografiamos cada momento de nuestra vida para recordar mejor, o no necesitar recordar, o simplemente compartimos una imagen en lugar de narrar un recuerdo; en un escenario inimaginable en el que un chatbot puede convertirse en una copia virtual de una persona desaparecida, actuando como ella a partir de la huella digital que dejó y cambiando la forma como la recordamos; en un momento en que la ciencia y numerosas disciplinas están dando pasos de gigante gracias a una IA que supera las capacidades humanas… Con todo esto por delante, ¿estará nuestro cerebro dando un nuevo paso en la historia de su evolución? DeFelipe sonríe: «Rotundamente, no. Los cambios que percibimos van por períodos muchísimo más amplios, tenemos el mismo cerebro que hace 200.000 años. No vamos a ver una evolución anatómica hasta que vivamos en el espacio, ahí sí que abriremos un nuevo capítulo. Y la realidad de que los humanos fundemos colonias fuera de la Tierra, créeme, está aquí mismo». 

Este reportaje se publicó en el número de junio de 2025 de National Geographic. 

 

 

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