Son cinco caras en total. Desgajadas, rotas, incompletas. Aparecieron como una sorpresa en la primavera de 2023 durante la campaña de excavación de Casas del Turuñuelo, cerca de Guareña, en la provincia de Badajoz, y son «el sueño de cualquier arqueólogo», en palabras de Esther Rodríguez, codirectora del yacimiento junto con Sebastián Celestino Pérez, ambos investigadores del Instituto de Arqueología de Mérida, adscrito al CSIC y a la Junta de Extremadura. Las contemplo con el mismo deleite con el que Howard Carter debió de irar la máscara de Tutankamón, en un silencio reverencial, como si esperara las respuestas que llevamos años persiguiendo. ¿Qué o a quiénes representaban? ¿Por qué fueron enterradas bajo capas de escombros y arcilla? Y, sobre todo, ¿qué hacían en el valle del Guadiana, tan lejos de la franja costera andaluza donde la historiografía ha situado desde siempre a Tarteso?
Pau Fabregat
En la cultura tartésica, los ríos suelen servir de frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. A los pies del cerro del Castillo, la necrópolis de Medellín, en la margen izquierda del Guadiana y junto a la desembocadura del Ortiga, sugiere la existencia de un asentamiento bajo el actual municipio extremeño.
«El concepto de Tarteso ha cambiado con el tiempo. En la actualidad es una convención destinada a entendernos al hablar de un territorio, una época y unas características determinadas –dice Sebastián–. Define una cultura rica en metales cuyo núcleo se situó en el triángulo formado por las actuales ciudades de Cádiz, Sevilla y Huelva, en una horquilla cronológica que pudo abarcar desde el siglo IX hasta el V a.C.».
Misteriosamente, todo lo que conocemos como Tarteso en el triángulo costero atlántico –los tesoros, las tumbas y los registros que han ayudado a construir su identidad híbrida– desaparece en torno al siglo VI a.C. En ese momento Tiro, la presunta metrópoli de Gadir, es conquistada por los persas aqueménidas. Esta nueva coyuntura geopolítica pudo trastocar el orden social y las rutas comerciales, y tal vez Tarteso no pudo seguir abasteciendo a Tiro, con el consecuente desplome de su economía. O quizá porque, tras la batalla de la colonia focea de Alalia (en Córcega) en 537 a.C., Cartago, otra antigua colonia fenicia, se alzó como nueva potencia naval en la zona.
Foto tomada en el Museo Arqueológico Provincial de Badajoz
Cancho Roano, Zalamea de la Serena, Badajoz
Localizada en el valle del Guadiana, considerado la periferia del núcleo tartésico inicial tras la crisis del siglo VI a.C., esta figura de vidrio del siglo V a.C. se asemeja en el tocado, la barba y la mirada a los colgantes fenicios usados para prevenir el mal de ojo.
Altura: 3,40 cm; anchura: 2,60 cm
Algunos historiadores consideran que una catástrofe natural pudo sumarse a todos estos factores. Manuel Álvarez Martí-Aguilar, doctor en Geografía e Historia por la Universidad de Málaga, considera que existen indicios geoarqueológicos del impacto de un evento marino de alta energía, quizás un tsunami, en la zona. «El lugar con mayor riesgo de tsunamis en la Península es el golfo de Cádiz, por la convergencia de las placas tectónicas Euroasiática y Africana –explica–. A comienzos del I milenio a.C. el litoral de Tarteso presentaba estuarios mucho más expuestos a la influencia marina. Uno de esos episodios, ocurrido entre los siglos VII y VI a.C., parece haber afectado al área del puerto tartésico de Huelva. Allí se documentó un santuario de carácter oriental, donde los arqueólogos identificaron derrumbes de muros y acumulaciones de sedimentos y conchas que les hicieron pensar en el impacto de un evento sísmico y un maremoto». Aunque en las décadas siguientes la zona portuaria recuperó su actividad, este posible evento catastrófico coincide con el inicio de las transformaciones que marcan un cambio en la dinámica histórica de Tarteso.
Juan Aunión
En 2018 se terminó de excavar el patio de Casas del Turuñuelo, en el que el año anterior habían aparecido los esqueletos de más de medio centenar de animales, la denominada hecatombe.
A 280 kilómetros al norte de Huelva, en la provincia de Badajoz, se encuentra lo que algunos investigadores consideran la periferia de Tarteso, la herencia de ese primer núcleo costero y el último capítulo de su civilización. Cancho Roano, el santuario que salió a la luz en Zalamea de la Serena en la década de 1970, es nuestro primer hito. Cruzamos el río que nos separa de él y el foso –ahora seco– que lo circunda. El agua. Siempre el agua. Las bases de sus muros siguen en pie como si custodiaran el altar situado en la que debió de ser una de sus estancias más sagradas. Un silencio sobrecogedor impregna el paisaje de dehesa que lo rodea. Estamos solos y el guarda nos confirma que no hay demasiadas visitas. «Salvo en el solsticio de verano, en que la gente viene en grupos a ver cómo el sol entra por la puerta del Este». La puerta abierta al sol naciente es una constante en los templos de origen fenicio.
La soledad y el silencio de Cancho Roano me acompañan mientras entro de lleno en el bullicio de la excavación de Casas del Turuñuelo. El equipo está inmerso en la sexta campaña, renovada año tras año, y se palpa el entusiasmo. Los codirectores del yacimiento, Sebastián y Esther, a la que sigue su inseparable perro, Zújar, me conducen al interior por la recién descubierta puerta del Este, encarada al sol naciente. Aquí, el pasado parece presente y siento un cosquilleo de antici-pación. Desde el primer momento el yacimiento extremeño no ha dejado de arrojar sorpresas.
«La historiografía ha fijado el final de Tarteso en la crisis sufrida en el siglo VI a.C. –explica Esther–. Eso ha llevado a muchos autores a pensar en el ocaso de una realidad y el surgimiento de otra bajo el término de Turdetania, pero los nuevos hallazgos nos obligan a contemplar otras posibilidades». Efectivamente, el descubrimiento de este edificio enterrado bajo un túmulo, similar al de Cancho Roano, ya estudiado desde la década de 1970, y la identificación de al menos otros 11 de características similares en el valle medio del Guadiana, ha llevado a tejer una nueva hipótesis: que la sociedad tartésica no desapareció después de esa presunta crisis del siglo VI a.C., sino que de algún modo se reinventó desplazándose hacia el interior.
Getty Images
Los sedimentos depositados por el Guadalquivir a lo largo de dos milenios y medio han convertido en marismas el antiguo golfo Tartésico. En su desembocadura se encuentra el paisaje dunar del Parque Nacional de Doñana, donde Adolf Schulten buscó las huellas de Tarteso.
El paisaje rural se ve erizado de estas colinas artificiales que han preservado durante dos milenios y medio los secretos de sus habitantes, que sobrevivieron apenas cien años a la desaparición de los emporios costeros. «Los edificios enterrados bajo túmulo nos muestran la nueva realidad territorial», indica la arqueóloga. Se localizan siempre en llano, y en la confluencia del Guadiana y alguno de sus grandes afluentes, lo que demuestra el papel de los ríos como gestores del territorio y garantes de las comunicaciones. «De su importancia dan fe los excepcionales materiales de importación encontrados en el Turuñuelo, como una escultura de mármol procedente del Pentélico, cerca de Atenas, o un conjunto de finísimos vasos de vidrio producidos en Macedonia», añade.
Pau Fabregat
Las aguas del río Tinto dan cuenta de las riquezas mineras que alberga la sierra de Huelva. Explotadas desde hace más de 5.000 años, las minas de Riotinto fueron una de las fuentes de oro, plata y cobre que los clásicos situaban en la mítica Tarteso, convirtiéndola en el Dorado del extremo Occidente.
También dan fe de su estatus la singularidad de su arquitectura y la cuidada ejecución de un interior en el que el altar taurodérmico nos conecta enseguida con Cancho Roano y con El Carambolo, y quién sabe si con el mítico santuario gaditano de Melkart. Erigido sobre adobe, lo que habría propiciado la rápida desaparición de sus muros, el conjunto arquitectónico de Casas del Turuñuelo presenta algunos elementos inusuales, como el sendero de lajas de pizarra que conduce a la escalera central, el uso de la técnica de mortero de cal –que se creía habían traído los romanos a la Península 300 años más tarde– o lo que podría ser la bóveda más antigua de la protohistoria peninsular.
----
el CARAMBOLO
Siglos XI-IX a VI a.C.
Situado en la comarca sevillana del Aljarafe, el cerro de El Carambolo marcó un hito en la arqueología tartésica cuando, en 1958, se halló accidentalmente un magnífico tesoro áureo. Las excavaciones se llevaron a cabo entre 2002 y 2005 y las investigaciones resultantes, aún en curso, han desvelado que los restos constructivos hallados ya en los años cincuenta corresponden a un santuario de origen fenicio con cinco fases constructivas. El primer edificio (Carambolo V), datado por radiocarbono, es de entre los siglos XI y IX a.C. y el último (Carambolo I), del siglo VI a.C. Esta ilustración recrea el Carambolo III, correspondiente a la segunda reforma, de entre el siglo VIII y la primera mitad del VII a.C., momento de máximo esplendor del santuario.
----
casas del TURUÑUELO
Siglos VI a V a.C.
Aunque desde que comenzó su excavación en 2015 solo ha salido a la luz una tercera parte, el yacimiento pacense de Casas del Turuñuelo ha mostrado ya sus especiales características arquitectónicas. Levantado en adobe sobre zócalos de piedra para evitar la humedad, el edificio está enlucido con pigmentos blanco, rojo y gris azulado. Pero el hecho diferencial es que conserva sus dos plantas unidas por una escalera de tres metros de altura construida con mortero de cal, una técnica que se creía desconocida hasta la llegada de los romanos 300 años después.
----
El Turuñuelo tiene una peculiaridad añadida: el modo en que fue abandonado y que paradójicamente ha garantizado su conservación. La hipótesis de los arqueólogos es que antes de ser enterrado de manera ritual, este palacio o templo fue incendiado tras haberse celebrado en él un gran banquete y un sacrificio animal. Cancho Roano ya presentaba características semejantes: un edificio de carácter cultual, en el que no hay restos de ajuares funerarios, ni de humanos ni de armas, que fue deliberadamente abandonado por completo –en términos arqueológicos, amortizado– en un ritual que quizá pretendiera desacralizar el espacio y mantenerlo oculto. Oculto, ¿a ojos de quién">