La tostada de aguacate que parece la opción más sana y ecológica para tu desayuno quizás no lo es tanto. De hecho, puede haber dejado un rastro de sequía y contaminación en el agua de pequeñas comunidades rurales en América Latina. O el saludable salmón de tu bandeja de sushi probablemente ha contribuido a la destrucción del fondo marino en alguna zona del Atlántico Norte.
El viaje hasta tu mesa de algunos alimentos tiene un coste medioambiental mayor del que imaginas. Especialmente el de algunos que parecen estar cada vez más de moda. Y es precisamente por eso: la elevada demanda de ciertos alimentos comporta una producción masiva que no solo es insostenible en sí misma, sino que genera unas prácticas productivas que acaban resultando nocivas para el planeta. Deforestación, desertificación, contaminación, emisiones de CO2... son los costes invisibles del sistema alimentario global. Conocer estos impactos puede ayudarnos a tomar decisiones de consumo más responsable.
Aguacate, el oro verde que seca ríos
En el corazón de los Andes colombianos, pequeños campesinos y activistas medioambientales están en pie de guerra contra las empresas de aguacate que se han instalado en la región. El ‘boom’ de esta fruta tropical en las cocinas europeas ha duplicado el terreno destinado a este cultivo en los países productores, pero en el caso de Colombia se ha cuadruplicado: ya el segundo país que más produce y que más hectáreas le dedica, solo por detrás de México (que exporta casi todo su aguacate a Estados Unidos).
«El agua que abastece mi aldea se ha reducido a la mitad desde que llegaron las aguacateras», explicaba Margarita Morales, que vive en una pequeña comunidad rural de la provincia del Quindío. El cultivo de aguacate requiere mucha agua: una media de 1.981 litros por quilo cultivado, según Water Footprint Network. Pero en esta región tan lluviosa de Colombia su huella hídrica sube hasta los 4.945 litros por quilo producido, según un estudio de la Universidad del Quindío. “Creemos que el agua es un recurso infinito y estamos abusando, pero haciendo el estudio vimos que las fuentes de agua dulce se están comenzando a secar», alerta Henry Reyes, autor principal del estudio.
El consumo excesivo de agua es el principal impacto ecológico de los monocultivos de aguacate, tal como demuestra también el caso de España. Nuestro país produce ya el 10% del aguacate que se consume en Europa, y eso ha tenido un coste muy elevado en zonas como Andalucía que sufren sequías recurrentes y agravadas por el cambio climático. La comarca malagueña de Axarquía ha llegado al borde de la desertificación por la expansión de este cultivo subtropical, aunque las lluvias de los últimos meses estén empezando a hacer olvidar la crisis. Buena parte del problema se podría solucionar con «una mejor gestión del agua», explica el investigador del CSIC, Iñaki Hormaza, especializado en cultivos subtropicales, y explica que en algunas regiones de Valencia se está empezando a cultivar de forma más sostenible.
Pero además del agua, la rápida propagación de este «oro verde», como lo conocen ya en América Latina, está deforestando bosques y está contaminando las fuentes de agua por el uso de herbicidas y pesticidas de alta toxicidad. Eso no ocurre en España, explica Hormaza, sino en «los países tropicales donde hay mucha más humedad y por tanto mucho más riesgo de plagas». Muchos de esos pesticidas, además, están prohibidos por la Unión Europea, pero no se prohíbe la importación de aguacates que hayan sido cultivados con ellos, siempre que el fruto ya no tenga trazas químicas cuando entra por la frontera. La contaminación se deja en los países de origen.
Chocolate, el lado menos dulce de nuestra gran adicción
Pero el aguacate no es el único placer culpable en nuestra mesa. Si hablamos de consumo de agua para su cultivo, pocos pueden competir con la huella hídrica del chocolate: hacen falta más de 17.000 litros para producir un quilo de chocolate, según Water Footprint Network. Pero a diferencia del aguacate, el agua que consume el cacao no proviene de ríos o acuíferos, sino que es prácticamente toda (el 98%) agua de lluvia, explica la investigadora Claudia Parra Paitan, que ha estudiado el impacto medioambiental del cacao para la Universidad VU de Amsterdam.
El principal coste ecológico de la producción mundial de chocolate es la deforestación, que «supone emisión de carbono, pérdida de biodiversidad y reducción de la captación del agua de lluvia» en las zonas donde se cultiva, detalla Parra. Según el World Resources Institute (WRI), para producir 1 gramo de chocolate negro se emiten 10 gramos de CO2, es decir, 10.000 kg de Co2 por cada quilo de chocolate, lo que equivale a conducir un coche de gasolina durante la friolera de 54.000 kilómetros. «Y el 95% de estas emisiones provienen de la deforestación», remarca la investigadora.
Como muestra de ello está el país que más cacao produce del mundo, Costa de Marfil, que ha perdido ya el 90% de su bosque primario por esta causa. Costa de Marfil produce el 40% del cacao mundial y otro 20% procede de Ghana, de forma que juntos abastecen la mayoría del chocolate mundial. Es por eso que la intensa sequía del año pasado en el oeste de África -agravada por el cambio climático- disparó los precios del chocolate a nivel mundial.
En los países de África que se dedican al cultivo de esta planta amazónica la deforestación es especialmente alta porque allí, explica Parra, «la mayoría de cultivos son de agricultura familiar, pequeños campesinos que usan muy pocos insumos, y tienen una productividad muy baja, de unos 300 quilos por hectárea», cosa que obliga a ocupar más espacio. Otros países productores como Brasil o Indonesia, disponen de más tecnología, han experimentado con variedades genéticas más productivas y utilizan grandes cantidades de fertilizantes y pesticidas para un cultivo muy intensivo. «En Brasil se producen hasta 3 toneladas por hectárea», dice Parra. Pero eso tiene un coste medioambiental muy alto en forma de contaminación y degradación de la tierra.
Hemos de renunciar al chocolate entonces? La buena noticia es que no. Existen formas de cultivo sin gran impacto ecológico, como la agroforestal, donde los árboles de cacao se mezclan con otros árboles nativos que les dan sombra. «Estos sistemas conservan carbono y biodiversidad y pueden tener una alta productividad, –explica la experta– pero está claro que si la demanda de cacao sigue creciendo a nivel mundial en algún momento tendremos un problema».
Salmón, rey de los pescados y de las macrogranjas acuáticas
En el sushi, en un tartar o ahumado, el salmón se ha convertido en el rey del pescado en las mesas europeas y españolas. Aún no desbanca al atún como el pez más consumido del mundo, pero sí que es ya el que más valor genera en el mercado global. Los cambios hacia una dieta cada vez más saludable están haciendo crecer la demanda de este pescado rico en Omega 3, vitaminas y minerales. Pero la sobrepesca de salmón en el Atlántico ya ha reducido a la mitad la población de esta especie desde los años 80, y es por eso que la industria se ha volcado en la acuicultura.
Más del 80% del salmón que se consume hoy en el mundo proviene de piscifactorías (y la mitad de este viene de un solo país, Noruega), según un estudio publicado en Science Direct. Pero criar salmones dentro de piscinas malladas en pleno océano en lugar de pescarlos en alta mar no es tan ecológico como puede parecer. Al contrario, los impactos de estas granjas de peces son parecidos a los de las macrogranjas de cerdos o pollos. «Como los salmones están muy hacinados es fácil que se propaguen enfermedades y se les suministran antibióticos con el alimento», explica Miquel Ortega, investigador del Institut de Ciències del Mar (ICM). Además, una parte del pienso que se les echa para comer cae al suelo marino y eso, junto a las heces de los animales, genera un exceso de materia orgánica -nitrógeno y fósforo- en el fondo del mar que hace que proliferen las algas que consumen el oxigeno del agua. Es lo que se denomina eutrofización. «El agua se queda sin oxigeno y otros animales que dependen de ello también mueren», explica Ortega.
Pero ahí no se acaban los problemas, porque los salmones son peces carnívoros y para alimentarlos se necesitan otros peces, y muchos. Según Global Seafoods, para cada quilo de salmón de piscifactoría son necesarios entre 1,2 y 1,5 quilos de pescado convertido en pienso. «El pienso se hace con otros peces, como algunos tipos de sardina y otros pequeños pelágicos», explica el investigador del ICM, añadiendo presión sobre otras especies que ya padecen de sobrepesca. «Se está intentando disminuir la cantidad de proteína animal que se les da, buscando alternativas como la soja, pero eso genera otros problemas ambientales también», dice Ortega.
Soja, la destrucción tras el pienso de nuestras granjas
Efectivamente, la soja es la legumbre que contiene más proteínas y eso la ha convertido ya en la base indiscutible del sistema alimentario mundial. El problema no es la nueva tendencia hacia una dieta más vegetariana, sino todo lo contrario: el 76% de la soja que se produce en el mundo se destina a hacer pienso para animales, sobre todo pollos y cerdos.
El haba de soja ha pasado de ser un cultivo tradicional de ciertas regiones de Asia a convertirse en una materia prima indispensable de la industria cárnica mundial. Y eso la ha convertido en una de las principales causas de deforestación de los bosques tropicales. En Brasil, el primer productor y exportador de soja mundial, este cultivo ha acabado ya con 20 millones de hectáreas de bosque, según la ONG especializada Mighty Earth. Y no solo está deforestando la selva amazónica, sino que también se ha expandido a otros ecosistemas, como la sabana tropical de El Cerrado, un al no ser un bosque no queda protegida dentro de la nueva normativa europea que prohíbe importar soja que sea producto de deforestación.
«Han deforestado los árboles que daban sombra a la tierra y eso está secando nuestros ríos», se quejaba Guilheume Ferreira, miembro de una pequeña comunidad tradicional de El Cerrado. Los grandes propietarios que han instalado grandes plantaciones de soja en la región están acabando con una biodiversidad indispensable para estas comunidades (y para el planeta) pero además lo hacen aplicando la coacción a través de guardias armados, para expulsar estas pequeñas comunidades y poder así acaparar más tierra, tal como pudo comprobar esta periodista en una visita a la región.
Carne: eructos y gases que contribuyen al cambio climático
El alto coste ecológico de la producción de soja es solo una parte del gran impacto medioambiental que tiene otro alimento, el que más daños genera en los ecosistemas del planeta y que, por tanto, no podíamos obviar en esta lista: la carne. «La producción de carne y lácteos son responsables de entre el 11% y el 20% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero globales», asegura Clara Cho, investigadora del Data Lead del World Resources Institute. Esto incluye tanto los rumiantes como el cerdo y el pollo, pero la mayoría de emisiones provienen de los primeros. Las granjas de vacas, de hecho, «emiten siete veces más gases de efecto invernadero que las aviares o porcinas, y 20 veces más que la producción de lentejas o judías por gramo de proteínas», explica Cho.
Esta huella de carbono de la carne, que ya certificó el Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC), el grupo de científicos climáticos de la ONU, proviene principalmente del CO2 que se emite a través de la deforestación, tanto para despejar terreno para el ganado, como para plantar la soja y otros vegetales para el pienso.
En el caso de las vacas, a esto se le añade además una elevada emisión de metano, no solo a través de los fertilizantes o la descomposición de los residuos fecales, sino sobre todo por los pedos y eructos de los animales. De hecho, más por los eructos que por los pedos. El metano es un gas de efecto invernadero con una capacidad de calentamiento hasta 21 veces más potente que el CO2, aunque permanece mucho menos tiempo en la atmósfera. «La ganadería global es responsable del 30% del metano que se emite en el mundo», explica también Cho.
«La demanda creciente de ternera en el mundo es uno de los principales motores de la deforestación, tanto para el ganado como para la producción de sus alimentos», remarca Cho. Pese a que en algunos países se está imponiendo cada vez más una dieta más vegetariana y se reduce el consumo de carne, en términos globales sigue creciendo este consumo a medida que aumenta la población global. Para reducir esta gran huella de carbono de la carne, el WRI propone «reducir el consumo de carne de ternera a una hamburguesa y media a la semana por persona». En Estados Unidos se come una media de tres hamburguesas a la semana y en Europa 1,5: con solo pasar a comer ternera una vez por semana podemos estaremos aportando nuestro grano de arena a la lucha contra el cambio climático.