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Oasis al límite: los secretos ancestrales para conservarlos y evitar su desaparición

Cientos de millones de personas en todo el mundo han dependido durante siglos de estos humedales desérticos que hoy están desapareciendo. Una comunidad del sur de Marruecos aúna conocimientos ancestrales con innovaciones modernas para proteger su oasis.

Actualizado a

Restos de un antiguo oasis
M'hammed Killito

A ocho kilómetros de la ciudad de Assa, en el sur de Marruecos, estas palmeras son todo lo que queda del que antaño era el exuberante oasis de Tanoueest, hoy engullido por la arena.

Hacia el sur desde la cordillera del Atlas en dirección al valle del Draa, el viajero descubre que el paisaje marroquí se torna cada vez más inhóspito hasta que la carretera nacional asfaltada se desvanece en el desierto al llegar a la ciudad-oasis de Mhamid el-Ghizlane.

Conocida también como la puerta de entrada al Sahara, Mhamid y sus aldeas circundantes suman unos 6.100 habitantes. Hace generaciones que esta población ocupa ambas orillas del río Draa, con ralos tamariscos que flanquean la carretera en la orilla norte y palmerales que se extienden hacia el sur.

Pero hoy el puente de hormigón construido para salvar las aguas pasa por encima de un lecho seco de arena y grava. Los turistas siguen visitando Mhamid, atraídos por las excursiones en dromedario, el camping y el sandboard. Llegan en autobuses para alojarse en hoteles con piscinas y masajistas.

 

Halim Sbai, de 55 años, alto y con el pelo oscuro entrecano, es oriundo de la ciudad. Como muchos vecinos, recuerda un Mhamid diferente. Más verde. Más lozano. De niño pastoreaba ganado bajo la densa sombra de los frondosos palmerales y pescaba en el Draa, el río más largo de Marruecos, a su perezoso y serpenteante paso por la ciudad.

En las décadas transcurridas desde entonces ha visto cómo el oasis se marchitaba a medida que la lluvia desaparecía y el río se secaba. Los tupidos bosques de palmeras datileras se han agostado y los frutales y olivares producen cada vez menos. Casi todos los jóvenes han huido en busca de una vida mejor, dejando casas y barrios enteros a merced de las voraces dunas. 

«Si no hay agua, si no hay verde, la arena se hace fuerte, se vuelve un enemigo veloz. Se come el terreno a pasos agigantados», dice. El desierto avanza en todas las direcciones.

Según Halim, el límite exterior del oasis retrocede más de 100 metros al año. A veces teme estar presenciando el fin del oasis y, con él, de un ecosistema ancestral –además de la cultura y las tradiciones nómadas basadas en él– que le es muy querido.

Alfarero del oasis de Skoura, en el centro de Marruecos
M’hammed Kilito

Mohammed El Fakhar, alfarero del oasis de Skoura, en el centro de Marruecos, dedica seis horas todos los domingos a recoger leña para su horno.

 

Durante milenios las poblaciones humanas han llevado una vida próspera en los oasis, desarrollando un complejo sistema agrícola perfectamente adaptado al duro entorno del desierto, con su escasez de agua y su fragilidad ecológica.

Según algunos cálculos, en el mundo hay 1,9 millones de kilómetros cuadrados de oasis, casi cuatro veces la superficie de España, y en el norte de África y Asia se estima que sustentan a unos 150 millones de personas. En Marruecos son el hogar de un millón de personas.

Los impactos del actual cambio climático se aceleran con el aumento de las temperaturas y la desertificación, además de las inundaciones destructivas y los incendios forestales, pero Halim es un optimista impregnado de cultura nómada y cree que los oasis contienen las semillas de su propia salvación.

 ¿Qué es un oasis? ¿Un lugar imaginario? ¿Mítico? ¿Una charca en pleno desierto, rodeada de palmeras? ¿Un lugar seguro? ¿Un refugio donde los viajeros desesperados pueden hallar alivio… o angustia si el oasis resulta ser un espejismo? Desde el punto de vista ecológico, no es más que una zona fertilizada por una fuente de agua en medio de un entorno árido e inclemente. Pero el ingenio humano ha transformado estos lugares en civilizaciones complejas.

Oasis de Tighmert
M’hammed Kilito

Las palmeras datileras del oasis marroquí de Tighmert, agostadas por la sequía, son especialmente vulnerables a los incendios forestales. Unas semanas antes de tomarse esta fotografía, un incendio arrasó los árboles y las casas cercanas.

Hace 10.000 años, el norte de África recibía el azote de virulentas lluvias monzónicas y el Sahara rebosaba verdor. Pero el clima cambió poco a poco, y las praderas y los ríos se secaron.

En aquel nuevo e implacable paisaje desértico, el agua escaseaba. Allí donde la encontraban, sus pobladores la aprovechaban para crear parcelas de terreno habitable que hacían su vida no solo posible, sino también próspera, con viviendas y sustento para miles de habitantes.

La datación por radiocarbono de granos de trigo y cebada, así como la presencia de muelas con las que se producía la harina, revelan que los oasis ya estaban apareciendo en el valle del Draa en el siglo V.

Conforme estos se expandían, otro tanto hacía el comercio sahariano. La palmera datilera, especie icónica del oasis, resiste la sequía y el calor, y crece bien en el desierto siempre que haya agua cerca de la superficie.

Pero su cultivo exige dosis ingentes de mano de obra e ingeniería. Esos costes los pagaban en parte los mercaderes de sal, oro y telas que recorrían las rutas caravaneras entre Marrakech y Timbuctú. En los oasis hallaban posada para descansar y reabastecerse antes de iniciar la siguiente expedición. En palabras de Halim, «no se puede ser nómada todo el tiempo, siempre de aquí para allá. También hay que parar y reposar».

Los ingredientes esenciales del oasis son las palmeras datileras y las personas, y unas no pueden vivir sin las otras. Las gruesas frondas de la palmera proporcionan un dosel bajo cuya sombra logran crecer otras especies, protegidas del sol abrasador. Los científicos definen este árbol como una especie clave para el ingenioso ecosistema agrícola que articula, estructurado en tres estratos. La palmera produce sus cotizados dátiles.

El microclima húmedo y termorregulado que se genera bajo el tupido dosel propicia el crecimiento de otras especies, como frutales, olivos y alheñas. Ya en el suelo, las judías, el trigo, la cebada y la alfalfa crecen protegidos del viento y la arena por los recios troncos de las palmeras.

Oasis de Tinghir
M’hammed Kilito

En el oasis de Tinghir, en el centro de Marruecos, las palmeras datileras protegen los cultivos de cebada, alfalfa y trigo de los vientos del desierto.

 

Mohamed Ait-El-Mokhtar, profesor de fisiología vegetal y biotecnología de la Universidad Hasán II de Casablanca, ha estudiado el impacto del cambio climático en los ecosistemas de los oasis y describe la palmera datilera como «el paraguas» bajo el cual prospera todo lo demás. «Si queremos mantener esta estructura en el oasis, tenemos que preservar la palmera datilera», afirma.

Si queremos mantener esta estructura en el oasis, tenemos que preservar la palmera datilera.

Dicho de otra forma, si los oasis funcionaban, era porque existían en equilibrio. Aunque las precipitaciones en esta zona de Marruecos siempre fueron escasas, el Draa se llenaba de agua de deshielo y de lluvia que descendía desde los más de 3.300 metros de altitud de los picos del Alto Atlas.

Las comunidades agrícolas colaboraban para excavar y mantener unas redes geométricas de acequias que desviaban el agua del río hacia los palmerales. Con piedra, adobe y tapial levantaban laberínticas poblaciones y viviendas fortificadas –los llamados ksars y casbas–, al tiempo que ampliaban sus tierras de cultivo hacia un desierto cada vez más irrigado.

Pero el cambio climático ha devastado muchos oasis, y se espera que la situación empeore. Las proyecciones para Marruecos vislumbran unas temperaturas hasta cinco grados más altas a finales de este siglo y una reducción de las precipitaciones de entre un 30 y un 50 por ciento. Las inundaciones extremas van en aumento, y las cifras oficiales revelan que alrededor de 10.000 palmeras sucumben cada año en incendios forestales.

Recolectores de dátiles
M’hammed Kilito

Dos temporeros recogen dátiles en el oasis de Al-Ula, en Arabia Saudí. Las palmeras datileras resisten la sequía y el calor, pero su cultivo requiere una gran inversión de mano de obra.

 

Cerca de Mhamid, las palmeras sobreviven en gran medida porque los agricultores riegan sus parcelas con agua subterránea extraída con bombas solares particulares. Su funcionamiento sale barato y facilita la extracción de agua, aunque no deja de ser una solución a corto plazo.

El agua subterránea salobre aumenta la salinidad del suelo, lo que dificulta más si cabe el cultivo, y captar directamente del acuífero puede hacer que este se aleje hasta de las raíces más hondas de las palmeras. «Como bombean el agua subterránea con energía solar, creen que no hacen ningún daño», dice Halim. Pero «el uso de bombas de agua solares puede acabar con el oasis muy rápido».

Abdelkarim Bannaoui tiene 48 años y lleva toda la vida cultivando la tierra en Mhamid. Cuando era niño, había períodos de sequía que diezmaban las cosechas, «pero las palmeras resistían como campeonas», recuerda. Hoy incluso se agostan, y la producción de dátiles cae.

pozo del oasis de Merzouga
M’hammed Kilito

A medida que desciende el nivel freático en gran parte de Marruecos, pozos como este del oasis de Merzouga deben ahondarse constantemente.

 

El dosel de palmeras de su parcela de media hectárea es escaso y los frutales han desaparecido. Al no poder contar con el río ni con la lluvia para regar, usa agua subterránea que bombea de un pozo propio. Cada pocos años ha de ahondarlo.

En 1996 bastaba un pozo de siete metros; hoy capta agua a 16 metros de profundidad. «Está en manos de Dios –dice–, pero me temo que la agricultura aquí ya no tiene futuro en por culpa del agua. En la agricultura siempre pierdes».

Da por hecho que sus tres hijos pequeños, todos menores de 10 años, abandonarán tarde o temprano la agricultura, y también el oasis.

En un círculo vicioso destructivo, la migración acelera la capitulación del oasis frente al desierto. La población local ha caído un 20 por ciento en las últimas dos décadas y, como la mayoría de los jóvenes se marchan, la población envejecida encuentra más dificultades para mantener las palmeras y las acequias de riego.

«Aquí no hay nada que hacer porque no llueve, así que la gente emigra –dice el agricultor Abdelaali Lahbouch, de 61 años, cuyos tres hijos se han ido–. No queda nadie, solo los viejos».

Con su larga chilaba blanca y su pañuelo morado, Abdelaali me lleva a ver las acequias y los cultivos del lugar. Todos están cubiertos de arena. «Aquí no hay nadie que nos ayude a trabajar», dice encogiéndose de hombros.

Oasis extraordinarios
Gráfico: Liz Sisk. Mapa: Rosemary Wardley, NGM. Fuentes: Atlas de los Oasis Saharianos y Árabes, Fundación Laboasis; Mohamed Alt-El-Mokthar, Universidad Hasán II; Carmen Moreno y Oriol Domínguez, Terr

 

Haz clic aquí para ampliar el mapa.

Las parcelas, descuidadas y abandonadas, están a merced del desierto, y unos cuantos días de viento fuerte bastan para cubrir la tierra de arena, iniciando el proceso de degradación del suelo.

Mientras paseamos por Bounou, una de las aldeas satélite de Mhamid, Halim me cuenta que de las 200 familias que vivían allí solo quedan cinco. El resto han visto cómo el desierto engullía sus hogares.

Ya no hay vecinos que limpien los callejones cegados por la arena, ni que mantengan y reparen los muros de tierra del ksar. Uno de los pocos que quedan es Belaaid Lagnaoui, de 68 años, un agricultor que hace mucho tiempo cedió al desierto la planta baja de su casa de adobe. Desde el primer piso, utiliza la linterna del móvil para alumbrar el espacio invadido por la arena que hay debajo.

 Si existe alguna posibilidad de rescatar Mhamid y trazar un plan para salvar otros oasis del mundo, podría provenir de una pequeña parcela de tan solo una hectárea a las afueras de la ciudad, donde Halim ha instalado un laboratorio de proyectos piloto destinados a contener el desierto y retener el agua.

Oasis de Figuig
M’hammed Kilito

El agua del oasis de Figuig, en el nordeste de Marruecos, se distribuye a través de una red de acequias de piedra; los derechos sobre el agua vienen dictados por contratos ancestrales y se heredan, se transmiten por matrimonio o se venden.

Las acacias y los tamariscos brotan de unas jardineras circulares y planas llamadas Waterboxxes, diseñadas por un horticultor holandés de nombre Pieter Hoff.

Estas jardineras reducen la cantidad de agua que necesitan los plantones y hacen las veces de barrera frente al desierto. Halim trabaja desde hace años con la fundación holandesa Sahara Roots plantando cientos de árboles alrededor de Mhamid para reforzar lo que él llama «el sistema natural de freno a la arena».

La agricultura ya no tiene futuro en este lugar por culpa del agua. En la agricultura siempre pierdes

También ha introducido tuberías para el riego por goteo que serpentean por los huertos y utilizan mucha menos agua que el método tradicional de riego por inundación, que perdió todo su sentido cuando el río dejó de llevar agua.

Estas soluciones, por modesto que sea su alcance, tienen como objetivo restablecer el equilibrio entre los habitantes del oasis y el paisaje cambiante en el que viven. Pensemos en las bombas de agua solares.

El cambio climático las ha hecho necesarias, pero cuando son de propiedad particular, como ocurre en la mayoría de los casos, cada agricultor extrae el agua que le parece, al margen de lo que necesiten los demás. Halim ha estado presionando a los agricultores y a las autoridades para que se replanteen el uso de las bombas.

Oasis de Tighmert
M’hammed Kilito

Como todos los canales a cielo abierto del desierto, esta acequia que conduce al oasis de Tighmert requiere un mantenimiento constante por parte de lugareños como Fal Bardid para evitar que se llene de arena.

«En la cultura nómada hay que compartirlo todo», dice. Gracias en parte a su insistencia, la Agencia Nacional para el Desarrollo de las Zonas de Oasis y Argán de Marruecos está trabajando para instalar bombas solares y pozos comunitarios que sustituyan a los privados tanto en Mhamid como en otros lugares, de modo que el agua pueda volver a gestionarse de forma comunitaria y compartirse con equidad.

Como es natural, todo caerá en saco roto si los habitantes de Mhamid se marchan en bloque en busca de mejores oportunidades. Por eso Halim cofundó en 2016 la escuela de música Joudour Sahara junto con Thomas Duncan, de la fundación Playing for Change, una organización californiana sin ánimo de lucro que utiliza la música para unir a las comunidades.

Oasis desiertos
M’hammed Kilito

La familia de Mohamed Zriouili es una de las cuatro que quedan en Ait Mohamed, una aldea del oasis de Tighmert en la que en su día vivieron unas 100 familias. La mayoría de ellas se mudaron a las grandes ciudades del norte.

 

«Nos preguntamos qué podíamos ofrecer a los jóvenes para que se quedasen», dice Duncan. Su respuesta es celebrar, compartir y preservar el conocimiento de las tradiciones culturales del desierto y del oasis.

Los niños asisten a clases semanales de música en los estilos tradicionales ahidous, gnawa, rokba, akalal y chamra. En el ínterin la escuela ha creado el Festival Zamane, que cuenta con la actuación de cientos de artistas musicales de todo el Sahara y atrae a miles de visitantes.

El nuevo local de la escuela, el centro cultural Joudour Sahara, se acabó de construir el año pasado y consta de dos modernos edificios de tapial, diseñados por la arquitecta marroquí Aziza Chaouni. Uno es un anfiteatro, construido tras rebajar el suelo, destinado a actuaciones musicales; el otro, un aula con una cisterna subterránea.

Lento deterioro
M’hammed Kilito

A medida que los pueblos del oasis se vacían, los edificios se deterioran. Con el tiempo, serán engullidos por el desierto.

 

Ambas estructuras están conectadas por tuberías enterradas. Las aguas pluviales se almacenan en el depósito. «La auténtica resiliencia es ahorrar cada gota de agua de lluvia», afirma Halim.

En las inmediaciones se está construyendo un edificio de estilo riad para los músicos visitantes. «La idea era recuperar los materiales tradicionales, que tienen todo el sentido en la zona», dice Chaouni.

Halim habla a menudo de la importancia de la cultura nómada, de la necesidad de existir dentro de los límites de la naturaleza y del duro entorno del desierto, de compartir los recursos como comunidad, de no desperdiciar nada.

Dice que estas costumbres ancestrales son clave para la restauración y la supervivencia del oasis frente al cambio climático.

¿Qué podemos ofrecer a los jóvenes para que se queden?

Él empezó como operador turístico antes de expandirse al activismo medioambiental y cultural. Cree en el valor del turismo para la economía del oasis, pero se pregunta: ¿qué tipo de turismo">