En el cerro de la Almoloya, a unos pocos kilómetros del municipio murciano de Pliego, la tranquilidad se rompe con estallidos de alegría en esta tarde de agosto de 2014. En cuclillas, espalda contra espalda dentro de un espacio mínimo, las arqueólogas Eva Celdrán y Cristina Rihuete Herrada van pidiendo al resto del equipo las herramientas que necesitan para cada maniobra, como cirujanas en un quirófano. El objeto de atención es una urna de cerámica depositada en el subsuelo con los restos de dos individuos en su interior y cubierta por un banco ceremonial. Lleva ahí 3.650 años. Con el mayor de los cuidados para no destrozar con los pies el maravilloso estucado de las paredes, las dos adoptan una incómoda pose digna de contorsionistas.
Nuria Puentes
El asentamiento de La Almoloya quizá fuese una ciudadela simbólica. Desde él se domina el paisaje en todas direcciones. «Veías y eras visto –dice el arqueólogo Rafael Micó–. Este centro de poder político se erguía en un lugar estratégico».
Tras retirar la capa de sellado y los primeros centímetros de tierra, ambas arqueólogas se topan con algo que nadie se ha encontrado in situ desde hace más de un siglo: una diadema argárica de plata, una pieza extraordinaria que en este territorio ha aparecido acompañando el ajuar funerario de un puñado de mujeres de la Edad del Bronce. Hasta ese día solo se conocían cuatro diademas de plata de su género, más otra de oro, hallada por casualidad en Caravaca de la Cruz. «Y ahora teníamos una nueva ante nuestros ojos –dice Rihuete–. La emoción de todo el equipo en ese momento fue indescriptible». Al principio solo se veía la cinta, ya que el disco estaba oculto por el cráneo. Cuando se confirma que efectivamente se trata de una diadema, los gritos se oyen hasta en Murcia.
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Desde 2013 se han llevado a cabo trabajos en La Almoloya todos los años. Esta labor continuada ha sacado a la luz una valiosa información arqueo-lógica, antropológica y genética que ha cambiado nuestra comprensión de los asentamientos argáricos.
Todo había comenzado la víspera, cuando el equipo emprendió por fin el examen de un hallazgo de la campaña anterior, abriendo así un melón que había quedado pendiente. En 2013, este grupo de especialistas de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) había identificado, en un complejo habitacional de La Almoloya, una sala sin paralelo en las decenas de asentamientos conocidos de la cultura argárica.
El nivel de la calle se había rebajado más de un metro para permitir el a aquel exclusivo espacio de 130 metros cuadrados, dividido en dos por un tabique. La sala estaba bordeada por tres gradas escalonadas, con espacio para unas 50 personas, sentadas de manera que pudiesen observar una enorme hoguera y una especie de altar presidido por la figura de mayor estatus. El muro era el doble de grueso que en todas las demás construcciones del asentamiento. Los huecos dejados por los postes en el centro de la sala y adosados a las paredes encaladas no dejaban lugar a dudas: aquella estructura había estado cubierta, reformada en varias ocasiones y proyectada con una función que ningún otro espacio de aquella cultura había cumplido hasta ese momento.
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Contemplada en perspectiva, la sala de audiencias de La Almoloya intriga por su arquitectura sin parangón. En un lugar donde cada centímetro cuadrado se destinaba a viviendas o callejones, es significativo que en la fase 3, unos 1750 años antes de nuestra era, dedicasen una superficie tan importante para un espacio de asamblea o reunión política. No se ha hallado ningún objeto que atribuya
a esta sala una función productiva o residencial.
En la campaña de 2013 el equipo había seguido metódicamente con la excavación e interpretación de la sala de audiencias, pero la pregunta nunca dejó de planear sobre la mente de todos. Durante las excavaciones se hallaron cuatro tumbas en el espacio palaciego. «La primera pertenecía a un hombre pobre, pues solo contenía una pequeña cerámica y parte de una pata de cabra –recuerda Celdrán–. Después apareció una urna con los restos de otro hombre y casi ninguna ofrenda. Luego, una mujer de clase intermedia, o "ciudadana", fallecida en estado de gestación. Más adelante, no en una urna ni en una cista, sino entre suelos, había una quinta persona, sin ajuar». ¿Dónde estaba la élite, pues?
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Esta reconstrucción de la sala sugiere la disposición de los participantes en las asambleas, sentados en tres niveles distintos de autoridad y mirando hacia el nivel más alto, donde probablemente se sentaría la figura más poderosa. Delante del enorme hogar se descubrió la tumba principesca, con el ajuar funerario de la princesa y su compañero, que presenta marcas de un traumatismo craneal cicatrizado y que, a juzgar por los huesos de las piernas, probablemente practicaba la equitación. La distancia regular entre los postes adosados a las paredes estucadas sugiere que el espacio fue planificado. La sala pudo haber estado en uso durante cerca de un siglo.
A lo largo de años de investigación de los asentamientos argáricos, el equipo de la UAB había constatado que, en el apogeo de esta cultura, los ajuares funerarios diferían en función de la clase social del individuo. De pronto se daba un caso harto peculiar: en el edificio más simbólico encontrado hasta entonces no había ni rastro de la clase dominante. En una entrevista concedida a un periódico, un miembro del equipo llegó a bromear diciendo que si allí no aparecía una tumba como era debido, podrían estar ante «la mayor metedura de pata de nuestras vidas».
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Esta imagen de dron revela la compleja arquitectura de La Almoloya, que los expertos han dividido en nueve complejos habitacionales (CH) distintos. En algunos, como bajo el CH9, fue posible recuperar los estratos de la fase 1 del asentamiento. El CH7 era el complejo arquitectónico más dañado por los saqueadores cuando el equipo del proyecto llegó en 2013, pero por suerte aquellas excavaciones ilegales afectaron muy poco al CH1, que revelaría la sala de audiencias y la tumba principesca. En La Almoloya se han recuperado 160 tumbas, y el equipo calcula que pueden haber desaparecido otras 50 desde que el ingeniero Emeterio Cuadrado llevó a cabo en 1944 unas breves excavaciones con las que dio a conocer el yacimiento.
Todo cambió en 2014, cuando en una de las gradas se identificaron marcas de restauración, como si los constructores de la Edad del Bronce hubiesen abierto el banco en algún momento para volver a cerrarlo después. Si en la sala de audiencias se hubiese enterrado un miembro de la élite, tendría que estar allí. La apertura de aquella estructura impecablemente estucada reveló la tumba de la princesa y su compañero.
En cuatro días excavaron la tumba de principio a fin. Hallaron los restos ricamente adornados de una mujer de entre 25 y 27 años y localizaron anillos, pulseras, cuentas de collar y dilatadores de oreja de plata. Bajo el esqueleto de la «princesa de La Almoloya» yacía su compañero, un hombre de entre 35 y 40 años que hizo el viaje al más allá pertrechado con una daga, dos dilatadores de oro y dos grandes porciones de una pata de bovino.
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Desde 2013 se han llevado a cabo trabajos en La Almoloya todos los años. Esta labor continuada ha sacado a la luz una valiosa información arqueológica, antropológica y genética que ha cambiado nuestra comprensión de los asentamientos argáricos.
El tercer día –los dioses de la arqueología no siempre son clementes– todo salió mal. El generador que alimentaba la aspiradora con la que se retiraba la tierra dejó de funcionar. Estaban en plenas fiestas de la Virgen de agosto y era urgente encontrar un nuevo generador en Pliego. Miguel Valério, otro arqueólogo del grupo, entró en el bar de la calle principal, con la inmensa suerte de que el único parroquiano presente era mecánico y solucionó el problema.
El cuarto día, Vicente Lull, alma del proyecto, estaba comprando comida para todos cuando le dieron la noticia: no solo había una tumba de la élite, sino que además había aparecido una diadema. «Dejó las bolsas en el supermercado y vino corriendo hasta aquí –sonríe Eva Celdrán–. El WhatsApp del equipo ardía con tantos mensajes».
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Vicente Lull, Rafael Micó, Eva Celdrán, Miguel Valério y Camila Oliart (de izquierda
a derecha) conforman, junto con Cristina Rihuete, ausente en esta foto, el sexteto que ha excavado los yacimientos de La Bastida y La Almoloya en los últimos años.
«Imagínense a esta mujer en la sala de audiencias –me dice Vicente en uno de los laboratorios del campus de Bellaterra de la UAB–. Los otros la mirarían, observarían su figura, lo que vestía, impresionados por el brillo de la plata y el tintineo de los adornos. Los dilatadores de oreja debían de ser impresionantes. El magnetismo de su juventud. Sería una mujer excepcional, aunque quizá su aspecto no coincidiera con los estándares de belleza actuales».
Aquel mes de agosto de 2014 todavía depararía más sorpresas. Los dos individuos ocupaban la misma tumba y sus esqueletos estaban en conexión anatómica, es decir, habrían muerto con poco tiempo de diferencia, lo que hizo posible enterrarlos juntos. «No sabemos si fue una semana, dos meses o tres, pero no más –explica la arqueóloga Camila Oliart, una de las expertas en antropología del equipo–. Pero se puede decir que la vasija fue reabierta una vez y finalmente sellada». Tras 140 años de avances y retrocesos en este campo, comenzaba por fin una nueva era en la investigación sobre la cultura argárica.
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Camila Oliart forma parte del grupo de investigadores dedicados al estudio de los vestigios osteológicos. Gracias a una colaboración con el Instituto Max Planck ha sido posible establecer relaciones de parentesco entre individuos de distintas tumbas.
Imagine un ascensor del tiempo. Entramos en la cabina, y el primer trayecto nos lleva a 1883. Estamos en la zona de Almería y Murcia, en la costa del sudeste de España, donde los hermanos belgas Louis y Henri Siret trabajan en obras de ingeniería y minería. Apasionados de la arqueología, les llegan rumores de que en un lugar cercano a la localidad almeriense de Antas aparecen de vez en cuando huesos y extraños objetos metálicos. El cerro en cuestión es conocido como El Argar y dará nombre a una de las culturas más asombrosas de la prehistoria ibérica.
Los hermanos Siret y su capataz, Pedro Flores, excavan metódicamente cientos de tumbas. Enseguida se dan cuenta de que los materiales extraídos del suelo no tienen paralelo en casi ninguna civilización conocida.
En las sepulturas del asentamiento argárico existe una estratificación: algunos hombres aparecen enterrados con armas y algunas mujeres, con joyas o utensilios de su oficio, como punzones. En cuatro casos extraordinarios los Siret encuentran diademas de plata, «coronas de soberanas» en sus propias palabras. También en otros yacimientos habían aparecido diademas de plata, pero sin el característico disco frontal del Argar.
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Las tumbas de cista (enterramiento que consiste en cuatro losas verticales en forma de «caja» rectangular) se cuentan entre las más comunes de la cultura argárica, solo superadas en número por las urnas de cerámica. El ajuar es testimonio esencial de la clase social de cada individuo.
Incansables, hasta 1886 los ingenieros belgas buscan paralelos en otras culturas en las que las mujeres ejercían funciones de soberanía. Los detallados dibujos de los objetos se divulgan por toda la Europa culta e incitan a aventureros y científicos a emprender sus propias excavaciones. Aparecen otros yacimientos en las provincias de Almería y Murcia. Algunas piezas se envían a museos extranjeros; otras se pierden para siempre. «Hay mucho mérito en el trabajo de los Siret y en los diarios de Pedro Flores, el protagonista directo de la mayoría de los descubrimientos
–afirma el arqueólogo Rafael Micó, miembro del equipo de la UAB–. Pero hasta nuestro descubrimiento, nunca se había excavado una tumba tan rica utilizando métodos científicos».
Por metonimia, El Argar pasa a denotar toda una cultura de los inicios de la Edad del Bronce que estuvo activa durante unos 650 años, entre 2200 y 1550 a.C., en Andalucía, la Región de Murcia, la Comunidad Valenciana y Castilla-La Mancha. En las primeras décadas del siglo XX, hallazgos fortuitos y campañas esporádicas proporcionaron más información y ampliaron el territorio conocido.
ASOME-UAB
El enterramiento casi simultáneo de la «princesa» y su acompañante ha alimentado conjeturas sobre una posible pareja real. Los análisis genéticos demuestran que tuvieron una hija, enterrada en las inmediaciones.
También revelaron la tendencia argárica a construir asentamientos en cerros escarpados, a menudo amurallados, síntoma de una época en la que la violencia está presente y marca el ritmo de la vida cotidiana. «Aún no hemos encontrado muchos cadáveres con síntomas evidentes de violencia, pero eso no significa que esa violencia no impregnase toda la vida argárica», apunta Micó. Y también emergen asentamientos de llanura, estos a cargo de la producción agropecuaria que abastece a los poblados de las alturas.
«En muchos sentidos, aquí hay evidencias de uno de los primeros Estados de la prehistoria», añade Micó. El criterio para afirmar que en una población argárica estaba presente un Estado es sencillo: «Tendría que existir una explotación económica evidente, con diferentes clases sociales, en la que una trabaja para abastecer a la otra. Y esta explotación tendría que ser sostenida por el uso institucional de la coerción física por parte de quienes tienen el monopolio de la violencia».
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Los esqueletos de la princesa de La Almoloya y su acompañante protagonizan la exposición del Museo Ciudad de Mula, en Murcia. El dimorfismo sexual entre el hombre (a la izquierda) y la mujer es evidente, cada uno con sus respectivas ofrendas funerarias.
Pero volvamos al ascensor del tiempo para avanzar un siglo. Es la década de 1980. Vicente Lull dedica su investigación doctoral a los vestigios dispersos de la cultura argárica. Reúne pistas de múltiples excavaciones y hallazgos, a partir de las cuales distingue tres clases sociales en la estructura argárica: la dominante, enterrada con armas y joyas; la de los individuos de rango medio poseedores de algunos derechos sociales, enterrados con herramientas de trabajo, y una clase de esclavos o siervos, sin apenas ofrendas. También excava el asentamiento de Gatas.
Poco a poco, el mapa cronológico y espacial de una cultura común va tomando forma. «De hecho, la cultura del Argar no puede entenderse en cada uno de estos yacimientos arqueológicos como un lugar independiente –dice Lull–. El territorio fue organizado para extraer materias primas, que se producen de manera diferente en los distintos tipos de asentamientos. Para lograrlo, fue necesario centralizar recursos y crear cohesión. No basta con construir una muralla para crear un Estado. Pero cuando la muralla existe para mantener a unos a salvo de otros y cuando los bienes producidos empiezan a tener circuitos comerciales que requieren trabajadores no primarios y otros que son casi siervos, esto implica un nuevo orden social».
En la transición al siglo XXI, la cultura argárica era un rompecabezas con más piezas ya ensambladas, pero en el que aún no se vislumbraba el cuadro final. En 2007 Lull revisitó yacimientos de la Región de Murcia. En el asentamiento de La Bastida, excavado en la década de 1940 y abandonado después, abundaban la basura y las marcas de expolio, que en la región llaman toperas. Preocupado por lo que vio, se dirigió al Ayuntamiento de Totana y a la Consejería de Cultura de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia para presentar una queja formal, pero en lugar de eso lo convencieron de que presentase un proyecto de investigación, excavación y musealización. Lull articuló un equipo en la UAB y puso sus miras en dos yacimientos que preveía decisivos gracias a su conocimiento del terreno y a las vagas informaciones legadas por los arqueólogos que habían trabajado allí de forma esporádica. Uno era La Almoloya. El otro, La Bastida.
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El final de la cultura argárica plantea interrogantes aún sin responder. Algunos expertos sugieren que pudo deberse a las desigualdades internas, lo que podría haber desencadenado rebeliones. Quizá se sumaron factores ecológicos y climáticos que agravaron la tensión social.
Volvamos a la tumba 38 de La Almoloya, la de la princesa y su acompañante. Tras el descubrimiento, el equipo envió a Leipzig fragmentos de molares y del peñasco de los huesos temporales de la pareja.
Los resultados fueron espectaculares. El vínculo quedó demostrado: aquel hombre y aquella mujer tuvieron una hija, enterrada a la edad de dos años en una tumba doble sobre una plataforma cercana a la sala de audiencias. En esa sepultura también yacían los restos de otra niña, de entre 6 y 7 años, hija del hombre, pero no de la princesa. «Sería hija de otra mujer que aún no conocemos», dice Eva Celdrán.
Hay otros casos curiosos de parentesco. Uno de los hombres enterrados en La Almoloya era padre o abuelo de una mujer cuya tumba apareció bajo una iglesia de Lorca, a 50 kilómetros.
Las relaciones biológicas han permitido sacar conclusiones sobre la movilidad de estas comunidades: no hay una sola mujer adulta emparentada con otra mujer adulta en La Almoloya, lo que sugiere que a partir de cierta edad las mujeres (más que los hombres) se mudaban de población, quizás en intrincados acuerdos matrimoniales.
¿Qué queda por descubrir? Los seis del equipo dan diferentes respuestas a mi pregunta. La identificación de otra princesa proporcionaría material para compararlo con el de la protagonista de La Almoloya. La excavación de La Bastida promete trabajo para dos vidas enteras. El recuento de los muertos es otra cuestión decisiva: el número de tumbas conocidas, aun descontando las que hayan podido ser expoliadas, no coincide con las estimaciones de población de cada asentamiento, lo que sugiere que no todos los argáricos se enterraban en sus casas.
Pero lo que más quita el sueño a los arqueólogos quizá sea la comprensión de la primera fase del Argar. Encontrarla y estudiarla tal vez sería la clave para entender la motivación de los primeros pobladores, fuesen indígenas, forasteros o mezcla de ambas cosas. ¿Quién fue esa gente que decidió establecerse en asentamientos de altura, atrincherarse y crear un Estado donde nunca había existido nada semejante?
«Dudo que tuvieran esa intención original –dice Vicente Lull–. Lo argárico no estaba desarrollado en el año 2200 a.C., sería el comienzo, de igual modo que el capitalismo aún no se había formado en los siglos XV o XVI. Allí habría una chispa, un indicio de lo que estaba por venir».
Cristina Rihuete añade: «Si le dijeras a alguien en el siglo XVIII que un telar mecánico impulsaría la revolución capitalista, no lo creería. En la cultura del Argar sería similar. El comienzo debió de ser modesto. Pero seguiremos excavando».
Este reportaje se publicó en el número de mayo de 2025 de National Geographic