«¡Corra! –gritó a su madre el hermano de María Magdalena Padilla–. Esta vez es de verdad. ¡Márchese ya mismo!».
María Magdalena, una niña de 10 años más conocida como Mayito, podía ver cómo avanzaba el humo negro procedente del valle mientras los paramilitares, grupos armados de ideología derechista, avanzaban hacia el pueblo de El Salado prendiendo fuego a las casas de sus vecinos. Su madre vació todo el maíz de un saco de arpillera para que las gallinas pudieran comer durante unos días, metió en él algo de ropa y se subió con la niña a lomos del burro de la familia. Tras ella iban a pie los dos hijos mayores. Durante toda una semana, con poca agua y casi nada de comida, se escondieron en las cabañas que los campesinos tienen por las fincas de la zona.
Aquella pequeña banda de campesinos radicales, sin armas ni formación militar, fueron poco a poco reclutando vecinos de las aldeas cercanas, hasta que el número superó sus expectativas más optimistas. Las FARC volvieron a crecer espectacularmente en la década de 1980 gracias a la guerra contra las drogas iniciada en Estados Unidos y librada principalmente en México y en los países andinos donde se cultiva la coca. Las hojas de esta planta son medicinales, y sagradas para las poblaciones nativas de los Andes. Son además el ingrediente principal de la cocaína.
Cuando se ilegalizó el cultivo de la coca, los campesinos andinos trasladaron el que era su cultivo más lucrativo a las zonas más remotas del vasto interior de Colombia. Al fin y al cabo, siempre había alguna mafia dispuesta a pagar sus buenos dólares por una planta que, aparte de eso, no servía para nada.
La insaciable demanda de drogas recreativas en todo el mundo hizo que aquella guerra solo sirviera para elevar todavía más los precios. Las FARC vieron una oportunidad y entraron en el negocio. A cambio de proteger a los campesinos de los brutales traficantes y garantizar unos precios fijos para la hoja de coca que cosechaban, impusieron un arancel a la exportación por cada kilo de pasta de coca procesada que salía de los territorios bajo su control.
Poco después los guerrilleros de las FARC empezaron a lucir uniformes, botas y armas estandarizadas. Su número se disparó hasta contar con unas 20.000 personas en sus filas. Las guerrillas se forraron de dinero y, como era de esperar, sus líderes se volvieron corruptos, despiadados y avariciosos. Poco revolucionarios ya, ideológicamente hablando, se dedicaban a extorsionar, secuestrar y poner bombas.
Y como las FARC atraían la atención de los grupos paramilitares que surgieron para hacerles frente, acabaron causando un gran sufrimiento a los mismos campesinos entre los cuales vivían. De simpatizar con las FARC fue de lo que acusaron los paramilitares asesinos a los vecinos de El Salado, y fueron esas mismas FARC las que, acorraladas militarmente, finalmente firmaron un acuerdo de paz con el Gobierno el 24 de noviembre de 2016 y entregaron las armas en junio de 2017.
Acorraladas militarmente, las FARC firmaron un acuerdo de paz con el Gobierno el 24 de noviembre de 2016 y entregaron las armas en junio del año pasado.
Desde la península de La Guajira, con sus gigantescas dunas de arena y paisajes desérticos, hasta los elevados páramos andinos, donde es posible caminar literalmente entre las nubes; desde las llanuras tropicales de la costa atlántica hasta las densas selvas del Pacífico, este es un país espectacular de apenas 48 millones de habitantes con una extensión que duplica la de España. Colombia tiene más variedades de colibríes, mariposas, orquídeas, ranas y demás seres vivos tropicales que cualquier otro país del mundo.
Mucha gente vive en la extrema pobreza, algo que queda patente si uno viaja desde las modernas ciudades hasta, por ejemplo, la región del Chocó, donde la población amerindia y afrocolombiana aún tiene que navegar en canoa por los ríos debido a la escasez de carreteras. A los turistas que visitan Cartagena de Indias no se les habla de un barrio periférico llamado Nelson Mandela, donde unas 40.000 personas, la mayoría refugiados de la violencia de lugares como el Chocó o El Salado, viven en unas condiciones indignas.
Al sobrevolar este país de color verde se ven ríos caudalosos por todas partes, profundos valles moteados de cafetales, fértiles pastos que se extienden como mantos de terciopelo hasta el Amazonas. Lo que no se ven son las minas terrestres.
Tras el fracaso de las conversaciones de paz de principios de este siglo, el devenir de la guerra se volvió contra las FARC, que intensificaron el uso de minas (técnicamente eran artefactos explosivos improvisados, hechos a mano) con el fin de dificultar la persecución del Ejército. Amargo recuerdo de las guerrillas, su eliminación es una tarea crucial para el Gobierno. Con demasiada frecuencia un campesino pisa una mina enterrada hace años y deja a un niño ciego por la metralla o a un agricultor mutilado e incapaz de dar de comer a su familia. Según HALO Trust, una ONG internacional dedicada al desminado, Colombia siempre ha estado detrás de Afganistán en la lista mundial de países con mayor número de víctimas de minas. Desde 1990 estos artefactos han matado o herido a más de 11.400 colombianos.
«Las minas han hecho más daño a los campesinos que a los militares», me dice Álvaro Jiménez, experto en este tipo de explosivos. El propio Jiménez es un exguerrillero (la organización a la que pertenecía, el M-19, entregó las armas al Gobierno en 1990). Hace 18 años accedió a la dirección de la Campaña Colombiana Contra Minas, dedicada a crear y patrocinar programas de mitigación de daños en zonas minadas por las guerrillas. «Las minas causan mucho miedo –asegura–. Como el miedo a salir de noche en busca de un médico si alguien se pone enfermo, o el miedo a llevar a los niños a la escuela».
Jiménez me sugiere viajar al departamento de Nariño, un territorio de altas colinas cubierto de campos verdes que luego desciende abruptamente hasta la selva virgen de la costa del Pacífico. En la remota localidad de Ricaurte, que como la mayoría de los núcleos urbanos de Colombia es un caos superpoblado lleno de ruidosas motos, me presentan a Cristian Marín, un miembro del pueblo indígena awá que vive en una reserva en la selva no muy lejos. Marín es uno de los líderes más jóvenes elegidos por los awá para resolver disputas y tratar con el mundo exterior.
Marín habla en voz baja y prefiere no cargar las tintas, de modo que es difícil tener una idea del sufrimiento padecido por esta comunidad sin recurrir a incómodas preguntas. Solo al responderme a una de esas preguntas me habló de un enfrentamiento entre Ejército y guerrilla cerca de la casa de su familia en el que, como era habitual, ningún bando salió vencedor.
«Y como siempre –dice Marín–, la guerrilla minó el terreno a medida que se retiraba. Por eso la gente decidió no salir de casa. Tenían miedo». Atemorizados, incapaces de trabajar sus campos o de viajar a los mercados en busca de suministros, no salieron de sus fincas durante meses, con el sufrimiento que eso supone. Marín no hace mención a ello hasta que se lo pregunto: él también perdió a cuatro familiares por culpa de las minas.
Charlamos a la sombra de un frondoso ficus, en una plaza circundada de anodinos edificios municipales. Marín trabaja en Ricaurte como representante de los awá, contratado para recibir formación en materia de derechos humanos. «Es una cosa política que quieren hacer –me dice, encogiéndose de hombros–. Hay una partida presupuestaria, pagan los noruegos». Sin embargo, reconoce que ese esfuerzo está ayudando a que los awá obtengan documentación oficial y presenten quejas sobre violaciones de derechos humanos.
Además, en el marco de los acuerdos firmados entre el Gobierno y las FARC, un programa conjunto formado por personal militar y guerrilleros desmovilizados está iniciando el lento y arriesgado proceso de desminado. La actual etapa sin hostilidades es una gran ventaja, añade: ahora es más fácil para los niños awá acceder a la escasa escolarización de que disponen.
En las florecientes ciudades, con sus sofisticados restaurantes, galerías de arte y edificios de diseño, la gente podía olvidar que había una guerra. Incluso ahora que la inversión extranjera está aumentando y los embotellamientos adquieren proporciones monumentales, es difícil recordar que esta es una economía modesta y que el Gobierno gestiona unos presupuestos alarmantemente insuficientes.
En Bogotá, en un despacho bastante deteriorado con una sala de espera minúscula y abarrotada de gente, hablo con Antonio Navarro Wolff, un prominente senador que fue gobernador de Nariño. También es algo así como un experto en posconflicto, ya que fue un dirigente de la guerrilla M-19. Su grupo se desmovilizó con éxito, y siempre ha seguido de cerca las muchas conversaciones de paz que ha habido a lo largo de los años.
Le pregunto cuáles son las tareas posconflicto que el Gobierno debería priorizar a la vista de la escasez presupuestaria y de personal: ¿devolución de tierras a los campesinos expulsados de sus propiedades por los paramilitares?, ¿educación y reinserción de los cerca de 7.000 guerrilleros desmovilizados?, ¿exhumación e identificación de las decenas de miles de «desaparecidos»?, ¿desminado? «La cuestión principal y más urgente solo es una –me responde–: ¿quién va a ocupar el territorio abandonado por las FARC? ¿El Estado o las nuevas bandas criminales">