El pasado viernes, la Tierra habló con voz de trueno en el corazón del sudeste asiático. Un poderoso terremoto, con una magnitud de 7,7 en la escala de momento sísmico, sacudió Myanmar con una violencia que pronto se hizo sentir más allá de sus fronteras.
Las cifras oficiales hablan de, al menos, 1.700 muertos, 3.400 heridos y 300 desaparecidos. Las labores de rescate continúan, y se teme que el número de fallecidos podría superar los 10.000.
No es sorprendente que un país como Myanmar, enclavado en una región donde confluyen varias placas tectónicas, sea propenso a eventos sísmicos. Pero lo que desconcertó a muchos fue la onda expansiva del desastre: en Tailandia, a más de mil kilómetros del epicentro, se reportaron temblores significativos.
En Bangkok, un rascacielos en construcción colapsó por completo, elevando el temor sobre la seguridad estructural en ciudades que, en teoría, no se encuentran en zonas de alto riesgo sísmico.
Una región al filo de la fractura
El terremoto del viernes encuentra su origen en la compleja danza tectónica que ocurre bajo la superficie de Myanmar. Esta nación está situada justo donde colisionan cuatro placas principales: la India, la Euroasiática, la de Sunda y la microplaca de Burma. Su interacción no solo ha dado forma a cadenas montañosas como los Himalayas, sino que también ha alimentado algunos de los desastres naturales más devastadores de la historia reciente, como el tsunami de 2004.
Uno de los elementos clave en este reciente evento fue la falla de Sagaing, una línea de fractura que recorre Myanmar de norte a sur a lo largo de más de 1.200 kilómetros. Los datos preliminares apuntan a un "deslizamiento lateral", en el que los bloques de la corteza terrestre se deslizan horizontalmente entre sí. Este tipo de falla, aunque común en la región, es capaz de liberar enormes cantidades de energía acumulada.
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Superficial y brutal
El epicentro del terremoto se ubicó a tan solo 10 kilómetros de profundidad, lo que lo clasifica como un evento sísmico extremadamente superficial. Esta característica potencia el nivel de sacudidas percibidas en la superficie. Además, la geometría lineal de la falla permite que las ondas sísmicas viajen con más eficiencia a lo largo de grandes distancias.
Según el Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS), este terremoto liberó más energía que la bomba nuclear lanzada sobre Hiroshima. Esa magnitud, unida a la dirección de propagación de las ondas sísmicas —desde Myanmar hacia el sur, en dirección a Tailandia—, explica cómo pudo sentirse con tal intensidad en Bangkok.
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Cuando el suelo conspira
Pero la distancia no lo es todo. La forma en que los temblores se sienten en la superficie también depende del tipo de suelo. En el caso de Bangkok, sus suelos blandos, ricos en sedimentos y con alto contenido de agua, actuaron como amplificadores sísmicos.
Las ondas se desaceleran en estos materiales, lo que incrementa su amplitud y, por ende, la intensidad de los movimientos. Esta peculiaridad geológica fue un factor decisivo en el colapso de la estructura en construcción.
Una advertencia que viaja bajo tierra
Este terremoto no solo ha dejado cicatrices visibles en Myanmar, sino también una advertencia subterránea que resuena en toda la región: los terremotos no conocen de fronteras. Incluso en ciudades donde la tierra ha permanecido quieta por décadas, la amenaza puede surgir sin previo aviso. La geología no entiende de mapas políticos ni de presupuestos de ingeniería: actúa cuando las placas lo deciden.
El temblor de Myanmar ha expuesto las grietas no solo del suelo, sino también de nuestras infraestructuras, regulaciones y previsiones.