Hace más de medio siglo, un estudio a largo plazo –uno de los primeros trabajos de envergadura de su género– condujo a un descubrimiento sorprendente. En 1967, un equipo de investigadores del Reino Unido empezó a hacer un seguimiento del estado de salud de unos 17.500 funcionarios británicos de entre 40 y 64 años del área londinense de Whitehall. Los investigadores descubrieron que los funcionarios de menor rango jerárquico, como los auxiliares istrativos, morían antes y en mayor proporción que los altos funcionarios, quienes ocupaban los estratos superiores de la sociedad. Inexplicablemente, los funcionarios de menor categoría sufrían una mayor incidencia de cardiopatías coronarias.
Brian Finke
Acaba pasando factura
Agentes de un centro de detención participan en una sesión de entrenamiento de respuesta en caso de tiroteo dentro de un antiguo instituto de secundaria de Texas. El personal de las fuerzas y cuerpos de seguridad tiene más riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares que la población general. Se ha demostrado que incluso los simulacros elevan los marcadores fisiológicos de estrés.
En un estudio de seguimiento llevado a cabo con 10.300 funcionarios de edades comprendidas entre los 35 y los 55 años se identificó un posible factor explicativo de esa disparidad asociada al estatus: los empleados de menor categoría profesional generalmente tenían menos influencia en la toma de decisiones laborales. Como resultado, muchos se sentían estresados, lo que parecía pasar factura a su salud.
En las más de cinco décadas transcurridas desde entonces, los científicos e investigadores médicos han constatado sin ningún género de dudas que el estrés persistente puede envenenar nuestro estado general de salud. Además de aumentar el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, se ha demostrado que el estrés está relacionado con la obesidad y la diabetes. También se ha descubierto que el estrés puede debilitar el sistema inmunitario, haciéndonos más vulnerables a las enfermedades infecciosas.
Brian Finke
Impactos invisibles
Criar a sus trillizas, nacidas prematuras y con problemas de salud a largo plazo, es todo un reto para Caitlin y Chris Nichols, de Lawrenceville, Georgia. Los cuidadores de niños con enfermedades crónicas tienen sus propios achaques: sus telómeros –los «capuchones» que protegen los extremos de los cromosomas– son más cortos, un posible signo de envejecimiento relacionado con el estrés.
Los humanos experimentamos el estrés de formas diferentes y en grados muy distintos. El concepto básico del estrés como una exigencia de cambio impuesta por los retos de nuestra vida cotidiana y el entorno fue propuesto por el endocrinólogo Hans Selye, pionero de la estresología.
A partir de su histórico estudio de 1936, Selye descubrió que distintos tipos de estímulos extremadamente desagradables –ruidos fuertes, luces intensas o temperaturas extremas– obligaban a los animales de laboratorio a hacer todo lo posible para tratar de adaptarse.
En la sociedad actual los factores estresantes percibidos pueden ir desde contrariedades normales del día a día, como estar en un atasco de tráfico, hasta acontecimientos que te cambian la vida, como un divorcio o la muerte de un ser querido. El resultado es «sentir que no se tienen los recursos necesarios para satisfacer esa demanda de cambio», explica Greg J. Norman, psicólogo y neurólogo de la Universidad de Chicago y uno de los principales investigadores sobre el estrés.
Brian Finke
Cambios en el cerebro
El estrés temprano altera la función cerebral de los ratones. Tras examinar secciones de tejido cerebral, científicos de la Universidad de Amsterdam observaron anomalías en la microglía, células cuya misión es regular la reacción inmunológica del cerebro y eliminar las neuronas moribundas y otros desechos para mantenerlo limpio.
Cuando nos sentimos estresados, nuestro cuerpo segrega adrenalina, y en consecuencia se nos acelera el pulso, respiramos más rápido, los músculos se contraen y la tensión arterial se dispara. Esa reacción va acompañada de un pico de cortisol, una hormona que contribuye a la sensación de hallarnos en modo de lucha o huida.
La ansiedad que uno siente cuando le piden de improviso que haga una presentación que no lleva preparada es un ejemplo de estrés agudo, una respuesta de defensa muy aparatosa tanto en el plano psicológico como a nivel fisiológico, pero de la que nos recobramos con rapidez en cuanto desaparece la amenaza percibida.
Brian Finke
La falta de conexión
Muchas personas mayores se enfrentan a situaciones de aislamiento, una fuente de estrés crónico. La terapia con animales ofrece un antídoto. En un centro de mayores de Vancouver, en el estado de Washington, los residentes reciben la visita de Beni. Acarician a la llama y le dan de comer zanahorias con la mano, o se las ponen entre los labios para que Beni las retire con un beso.
El estrés crónico, en cambio, es una circunstancia inexorable que dificulta enormemente la vuelta a la normalidad. Y ahí radica su toxicidad. «Vives en una especie de estado permanente de […] esto no es solo un reto, esto es un peligro», dice Norman.
Tener problemas económicos es uno de esos factores estresantes; tener un jefe déspota es otro factor estresante clásico. Sin embargo, existen otras formas de estrés que a veces no reconocemos hasta que ya nos están perjudicando, como el aislamiento social, frecuente en las personas mayores y sufrido en todas las franjas de edad durante la pandemia de la COVID-19.
Una encuesta realizada a nivel nacional en 2023 por la Asociación Estadounidense de Psicología (APA, por sus iniciales en inglés) detectó que, desde el inicio de la pandemia, el estrés se ha cobrado un alto precio, con un aumento significativo de la incidencia de enfermedades crónicas y problemas de salud mental, sobre todo en la población comprendida entre los 35 y los 44 años.
Brian Finke
Una edad vulnerable
Zainab Khorakiwala se somete a una resonancia magnética funcional en el marco de un estudio de Harvard que investiga los efectos del estrés cotidiano sobre el desarrollo del cerebro de los adolescentes.
Brian Finke
Un escáner cerebral de otro estudio sobre individuos maltratados en la infancia revela que su cerebro reacciona intensamente a los estímulos emocionales.
Hoy parece que el estrés crónico está aumentando en todo el mundo, conforme la población se enfrenta a vertiginosos cambios socioeconómicos y medioambientales. El informe global sobre las emociones realizado por la agencia Gallup en 2023 recogía que el estrés se aproxima a niveles sin precedentes en múltiples países, en especial en el Afganistán sojuzgado por los talibanes y en Sierra Leona, donde el encarecimiento del coste de la vida desencadenó en 2022 una oleada de protestas que se saldó con varias víctimas mortales.
El estrés tiende a ser más elevado y su impacto, más grave entre las comunidades marginadas y de rentas más bajas, que disponen de menos recursos para tratarlo. Pero ni siquiera quienes disfrutan de una prosperidad relativa son inmunes al estrés. Una tercera parte de los encuestados por la APA en 2023 refirieron sentirse «totalmente estresados al margen de lo que hagan para gestionar su estrés».
Mientras el estrés alcanza cotas que se antojan insoportables, los investigadores tratan por todos los medios de conocer mejor los mecanismos exactos por los cuales acusamos sus síntomas en el cuerpo y en la mente. La esperanza es que saber más sobre su fisiología permita impedir que cause daños permanentes. Una de las principales conclusiones extraídas hasta la fecha es que el estrés no solo se materializa de formas distintas y en intensidades variables, sino que también nos perjudica de maneras tan diferentes como profundas, y a todas las edades.
Gráfico: Alberto Lucas López, NGM; Kelsey Nowakowski. Ilustración: Violet s. Fuente: Red de Medición del estrés del Instituto Nacional sobre el envejecimiento.
Primera infancia
Desde finales de la década de 1960 hasta la de 1990, decenas de miles de niños huérfanos y abandonados se criaron en los orfanatos de Rumanía, faltos de recursos humanos y materiales. Sufrieron una desatención y un maltrato inimaginables.
Al estudiar a los bebés de aquellos centros, los científicos descubrieron que no se desarrollaban con normalidad. Su actividad eléctrica cerebral era más débil que la de los bebés criados en hogares rumanos. Muchos de los niños que habían crecido en aquellos orfanatos acababan desarrollando trastornos psiquiátricos, y muchos cargaban con graves deficiencias cognitivas. Los expertos en desarrollo infantil ven en la terrible experiencia de aquellos huérfanos un trágico ejemplo de que el estrés soportado en los primeros años de vida puede dejar una huella indeleble en el cerebro.
Aquellos estudios causaron una profunda impresión en Aniko Korosi cuando trabajaba en su tesis doctoral sobre la neurobiología del estrés. Convertida hoy en investigadora en la Universidad de Amsterdam, Korosi lleva a cabo experimentos con ratones para identificar ese vínculo entre el estrés temprano y el desarrollo del cerebro, y puede que haya hallado una conexión sorprendente entre el estrés y la composición de nutrientes del cerebro.
Las crías de ratón suelen pasar las tres primeras semanas de vida al cuidado de su madre. «La primera de estas tres semanas las ponemos en una jaula con muy poco material para construir el nido y la cama», explica Korosi. Esto resulta estresante para la madre, que constantemente busca y rebusca un material para anidar que no existe. «Como consecuencia, su comportamiento se torna errático y cuida peor a sus crías», añade la neurobióloga. Después de esa primera e infeliz semana, madre y crías son trasladadas a una jaula confortable. «En ese momento los cuidados maternos retornan a la normalidad».
Brian Finke
Daños en el ADN
Ursula Beattie, doctoranda de la Universidad Tufts, en Massachusetts, sostiene un gorrión recién capturado. Para un estudio, sometió a pájaros parecidos a situaciones que los estresaban, como verse encerrados en una jaula arrastrada por todo el laboratorio. Los análisis de sangre revelan daños en su ADN, lo que sugiere que los mecanismos de autorreparación se ven desbordados.
Con el tiempo, las crías alcanzan el peso de los ratones que vivieron en condiciones cómodas desde el principio. Pero cuando cuatro meses más tarde los ratones criados en condiciones adversas durante su primera semana de vida son sometidos a pruebas de aprendizaje y memoria, obtienen peores resultados que los que crecieron con normalidad. «El estrés crónico en la edad adulta tiene un impacto, pero a menudo es temporal y autolimitado –afirma Korosi–. En las etapas tempranas de la vida, en cambio, tiene efectos más graves y duraderos, porque se solapa con el período en que están estableciéndose un gran número de conexiones cerebrales».
Un cambio material que Korosi y sus colegas observaron en las crías de ratón expuestas al estrés fue la composición de nutrientes de sus cerebros. Los niveles de determinados ácidos grasos y aminoácidos durante esa primera semana eran inferiores a los de los recién nacidos criados en un entorno sin estrés. «Nos llamó muchísimo la atención», recuerda la científica. Se preguntó entonces si sería posible normalizar el desarrollo de una cría estresada alimentándola con una dieta rica en los nutrientes concretos de los que carecería su cerebro.
Empezaron istrando la dieta suplementada a las madres –para que la transmitiesen por la leche– y la prolongaron dos semanas desde que las crías se destetaron y empezaron a comer por sí solas. Al cabo de unos meses sometieron a los ratones ya adultos a pruebas de aprendizaje y memoria. A diferencia de los ratones estresados que no recibieron la dieta enriquecida, los que sí la recibieron no mostraban déficits cognitivos. «Me sorprendió que un cambio en la alimentación tuviese un efecto tan potente, porque es una intervención muy sencilla», dice Korosi.
Brian Finke
Un registro permanente
En otro estudio, Beattie analizó las plumas de los gorriones en busca de corticosterona, una hormona que en las aves está relacionada con el estrés. «Nos gusta compararlo con los anillos de los árboles, que pueden aportar información retrospectiva sobre su crecimiento», explica. Las plumas registran los momentos en los que el ave vivió una situación estresante.
Huelga decir que una cosa es sacar conclusiones en experimentos con ratones y otra muy distinta aplicar lo observado al ser humano. Korosi y sus colegas también investigan con sujetos humanos.
Últimamente han estado estudiando si las deficiencias nutricionales presentes en la leche de las madres humanas estresadas podrían ser el mecanismo por el cual los efectos perjudiciales del estrés se transmiten al cerebro de su descendencia. Y han hallado pruebas que apoyan esa hipótesis en un estudio que analizó la composición de la leche materna de puérperas de Amsterdam. «Constatamos que, en efecto, la leche de las madres estresadas presenta una composición de ácidos grasos y de aminoácidos diferente», explica Korosi.
Si ulteriores estudios aportan más pruebas demostrativas de esta vía nutricional, afirma, existirá un potente argumento científico en favor de suplementar con nutrientes específicos la dieta de los recién nacidos de madres que viven en condiciones estresantes.
Brian Finke
Proteger a la siguiente generación
Carline Raphael (a la izquierda), profesional de la salud pública de Nueva York, visita a Marisela Bravo Berrera y su hija de dos meses, Angel, para asesorarla en materia de lactancia materna e higiene del sueño de los recién nacidos. La ciencia ha demostrado que el estrés crónico altera los componentes nutricionales de la leche materna, por lo que la gestión del estrés de las madres lactantes es clave para que los bebés crezcan sanos.
Adolescencia
Como tantos alumnos de secundaria, Zainab Khorakiwala siente a menudo que no puede con todo al tratar de seguir el ritmo académico sin dejar de tener vida social. Está en el penúltimo curso en un exigente instituto de Lexington, en Massachusetts, donde «un notable alto se considera mala nota», dice, y añade que las calificaciones son muy importantes para ella porque pronto le tocará solicitar su isión en la universidad. Se describe a sí misma como una persona con tendencia a preocuparse. Cuando charlé con ella el pasado mes de diciembre estaba estresada porque la semana anterior había faltado a clase un par de días. «Tenía un montón de trabajo que recuperar, más las extraescolares –me contó–. Me sentí superada, no me daba tiempo».
Zainab es una de los 150 adolescentes que participan en un estudio de Harvard dirigido por Katie McLaughlin, psicóloga hoy incorporada a la Universidad de Oregón. La investigación pretende determinar en qué medida los factores estresantes comunes y cotidianos que experimentan los adolescentes afectan a su desarrollo emocional, cognitivo, social y cerebral.
McLaughlin busca comprender cómo surgen los problemas de salud mental en los adolescentes durante esa época especialmente vulnerable de su vida, la transición de la niñez a la edad adulta. «La investigación ha demostrado que la mayoría de los problemas de salud mental irrumpen poco después de un acontecimiento vital estresante, por norma general en el mes o los dos meses posteriores –dice–. En el caso de un adolescente, ese evento puede ser una ruptura sentimental, no entrar en el equipo de fútbol después de meses de entrenamiento, que tu mejor amigo te deje de lado o que tu grupo empiece a hacerte el vacío».
El estudio de McLaughlin sigue las vidas de adolescentes de diversos entornos socioeconómicos. Todos los meses los citan en el laboratorio para hacerles una entrevista en profundidad. Los investigadores se interesan por sus relaciones, los acontecimientos en sus centros educativos y sus casas durante el mes anterior.
Les hacen llevar dispositivos que controlan sus patrones de sueño y actividad física, y a partir de sus teléfonos móviles los científicos recopilan información sobre conductas como la actividad en las redes sociales y el o con los amigos. También los someten a resonancias magnéticas para estudiar su actividad neuronal. «Nos intriga saber cuándo una persona experimenta más estrés de lo normal, cuáles son los cambios en el comportamiento social, el sueño, la actividad física y, lo que es más importante, el cerebro».
Brian Finke
Recablear el cerebro
En un laboratorio de rehabilitación del Centro Médico Militar Nacional Walter Reed de Bethesda, en Maryland, el veterano de guerra Wayne Christian camina hacia una foto de sí mismo que suscita en él intensas emociones. Al ayudar a los pacientes a afrontar recuerdos traumáticos y procesar los sentimientos negativos que les generan, este tratamiento avanzado alivia los síntomas del trastorno por estrés postraumático grave.
Sus colegas y ella todavía están recopilando datos para el estudio actual, pero un trabajo precursor más modesto que siguió a 30 adolescentes ya ofrece pistas sobre las conclusiones que podrían extraerse. En ese estudio McLaughlin descubrió que el grado de estrés experimentado por un sujeto en el mes anterior a una visita al laboratorio alteraba la respuesta del cerebro de ese adolescente ante informaciones emocionalmente impactantes, como la imagen de un rostro de expresión amenazadora.
La corteza prefrontal del cerebro, que ayuda a regular las emociones, se activaba menos cuando la persona había padecido mayores niveles de estrés. «Lo que esto podría sugerir quizá case con lo que experimentamos en nuestra propia vida: cuando estamos muy estresados, nos cuesta más controlar las reacciones emocionales –explica la psicóloga–. Es posible que seamos más propensos a estallar contra nuestra pareja o algún familiar».
McLaughlin confía en que los datos del estudio actual ayudarán a acotar en qué consisten esos cambios de conducta, así como de la actividad cerebral, que predicen la aparición de problemas de salud mental como son la ansiedad y la depresión. Y a su vez ello podría abrir la puerta al desarrollo de intervenciones específicas dirigidas a los adolescentes justo en el momento adecuado, afirma.
Brian Finke
Más de 200 mujeres se reúnen un día de otoño en el puente Benjamin Franklin de Filadelfia para caminar cinco kilómetros. El grupo Philly Girls Who Walk se reúne una vez a la semana para mejorar así la forma física y mental. Las mujeres y los adultos jóvenes de todo el mundo son los más expuestos a sufrir síndrome de desgaste profesional, y el ejercicio físico es una forma de aliviarlo.
Edad adulta
La psicóloga Janice Kiecolt-Glaser y su marido, el virólogo Ronald Glaser, empezaron a explorar el impacto del estrés sobre la fisiología en la Universidad Estatal de Ohio (OSU) a principios de la década de 1980, cuando todavía era un campo de estudio relativamente nuevo. «Queríamos comprobar si los acontecimientos cotidianos marcaban la diferencia en términos de estrés», recuerda Kiecolt-Glaser, hoy profesora emérita de la OSU. Pero con los años su trabajo evolucionó y pasó a incluir algunos factores estresantes clave de la edad adulta, y en especial cómo pueden tener un efecto aún más pronunciado sobre el sistema inmunitario.
Al principio se fijaron en los estudiantes de medicina. Mediante análisis de sangre, los investigadores descubrieron que el sistema inmunitario de los alumnos era menos robusto cuando estaban en época de exámenes.
Luego fueron más allá e investigaron si el estrés alteraba la respuesta del organismo a las vacunas. Les istraron tres dosis de la vacuna contra la hepatitis B, programándolas para que coincidiesen en plenos exámenes. «Queríamos identificar quién desarrollaba anticuerpos entre la primera y la segunda dosis, separadas por un mes –dice Kiecolt-Glaser–. Los estudiantes más estresados y ansiosos no presentaban anticuerpos medibles». La tercera dosis sí les ayudó a desarrollar inmunidad.
También dirigieron su atención a los cuidadores mayores, un segmento de la sociedad notablemente estresado. Vacunaron de la gripe y la neumonía a personas a cargo de un cónyuge con demencia. A diferencia de los universitarios en época de exámenes, que probablemente estaban estresados a corto plazo, aquellas personas vivían un estrés constante. Al hacerles análisis tras la vacunación, en ellos aparecían menos anticuerpos que en el grupo de control: no lograban mantener su respuesta protectora. «Esto nos dio una prueba contundente de que las alteraciones provocadas por el estrés eran biológicamente significativas», afirma Kiecolt-Glaser.
Esta pareja de científicos y sus colaboradores profundizaron aún más y decidieron hacer biopsias en sacabocados –en esencia, provocar pequeñas heridas– en el brazo a dos grupos de voluntarios: cuidadores de cónyuges con demencia y adultos de edad parecida exentos de esas obligaciones. «Los cuidadores tardaron un 24 % más en curarse de la misma herida estandarizada que los no cuidadores», señala Kiecolt-Glaser.
No mucho después de que este matrimonio iniciase sus trabajos sobre el estrés en la década de 1980, un equipo de investigación dirigido por Sheldon Cohen, hoy profesor emérito de psicología en la Universidad Carnegie Mellon, en Pittsburg, Pennsylvania, introdujo el virus del resfriado en las fosas nasales de unos 400 voluntarios adultos del Reino Unido después de pedirles que respondiesen a un cuestionario sobre su grado de estrés. «Cuanto más estrés referían antes de exponerlos al virus, mayor era el riesgo de que desarrollasen un resfriado», relata Cohen.
En un estudio posterior, este psicólogo y sus colegas demostraron que la duración del estrés también tenía su importancia: cuanto más se prolongaba, mayor era la susceptibilidad a enfermar por exposición a virus. Descubrieron además que no todos los tipos de estrés eran iguales. «Quienes sufrían estrés crónico por motivos económicos o interpersonales presentaban el riesgo más alto», dice Cohen.
En trabajos posteriores en los que buscaron identificar de qué maneras concretas el estrés elevaba la vulnerabilidad a la enfermedad, Cohen y sus colegas descubrieron que cuando las personas con estrés crónico se exponían a los virus, tendían a producir un exceso de citocinas, unas proteínas que hacen las veces de mensajeras del sistema inmunitario, viajan a los lugares de infección y lesión y activan la inflamación y otros procesos celulares para proteger el organismo. Solo que si las citocinas se dirigen al foco de la infección en cantidades excesivas, el remedio es peor que la enfermedad, ya que provocan una hiperinflamación que a su vez se traduce en congestión, moqueo y otros síntomas del resfriado. «El estrés altera la capacidad del sistema inmunitario de regular las citocinas proinflamatorias», explica Cohen.
El conocimiento científico de estos mecanismos todavía es insuficiente para desarrollar intervenciones o un tratamiento que reduzca esa inflamación de forma adecuada, pero en cierto modo todos estos hallazgos son un rayo de esperanza: existen objetivos claros sobre los que seguir trabajando.
Brian Finke
Inmunidad comprometida
Hasta que este mismo año su marido, Tommy, enfermo de alzhéimer, se trasladó a una residencia asistencial, cuidarlo consumía casi todo el tiempo y la energía de Ellen Ebe. Ebe participó en un estudio de la Universidad Estatal de Ohio sobre cómo dispensar esos cuidados afecta a la capacidad del organismo para luchar contra las enfermedades, así como al riesgo de sufrir depresión y ansiedad.
El futuro
Si bien los científicos han perfeccionado su conocimiento sobre los efectos del estrés en todos los grupos de edad, el futuro de la comprensión y la lucha contra él quizá se cifre en nuestro ADN. En los últimos tiempos se trabaja para entender el alto precio que puede cobrarse a nivel celular este mecanismo de defensa cuando deviene en una afección crónica.
El año pasado Ursula Beattie, estudiante de doctorado de la Universidad Tufts, Massachusetts, y sus colegas hallaron posibles pruebas de que el estrés es capaz de desbordar los mecanismos de reparación del ADN. En el laboratorio, el equipo sometió a gorriones a un «protocolo de estrés variable crónico» (término que Beattie traduce como «fastidiar a los pájaros»). Los investigadores entran en el aviario para «golpear las jaulas con bolígrafos, moverlas por la sala, poner la radio a todo volumen», explica Beattie. La idea es causar angustia, pero no daño físico. Las muestras de sangre y de tejido de los gorriones después de tres semanas de este desagradable tratamiento revelan daños en el ADN. «Es como si tuvieras dos trozos de cuerda enroscados, tal cual el ADN, y cogieses unas tijeras y los cortases», dice Beattie.
Aunque este tipo de roturas de doble cadena en el ADN se producen constantemente en los gorriones y otras especies, incluida la nuestra, el daño suele revertirse gracias a los mecanismos de autorreparación. En un entorno de estrés crónico, «esos mecanismos de reparación no dan abasto, y por eso vemos una acumulación de daños en el ADN», explica Beattie. En las aves el daño parece cebarse en las células hepáticas, añade, por lo que cabe imaginar que el alcance y el tipo de perjuicio infligido por el estrés también podría diferir en los humanos en función del tejido.
Por su parte, Kiecolt-Glaser y Lisa Christian, de la OSU, están haciendo un estudio longitudinal para determinar si el estrés crónico acelera el envejecimiento. De nuevo centrados en cónyuges cuidadores, analizan su sangre en busca de marcadores como la longitud de los telómeros, secuencias repetitivas de ADN en el extremo de los cromosomas que se acortan con la edad. Si los resultados corroboran un estudio anterior, resultaría que además de tener más probabilidades de enfermar y de curarse más lentamente, los cuidadores con estrés crónico también muestran signos de envejecimiento acelerado.
Todavía estamos aprendiendo hasta qué punto nos afecta el estrés crónico en el plano físico. Pero todos estos hallazgos exploratorios significan que estamos cada vez más cerca de resolver el rompecabezas que es el estrés, lo que augura un futuro en el que lograremos satisfacer mejor la continua demanda de cambio.
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El fotógrafo Brian Finke ha publicado en la revista trabajos sobre la historia del alcohol, el problema del desperdicio de alimentos y la ciencia del gusto.
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Este artículo pertenece al número de Julio de 2024 de la revista National Geographic.